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Umbral, la escritura

Mi juventud son recuerdos de las calles de Madrid contadas por Umbral. O de las columnas y de las novelas de Umbral leídas en bibliotecas, bares u hostales de Madrid. O quizá haya acabado siendo una mezcla de ambas cosas, como un noviazgo difuminado por el efecto del tiempo y que ha extendido sus vivencias hasta alcanzar algo de mito.

Con Umbral, aprendí a alargar las frases convirtiéndolas en los estilizados nervios de una catedral gótica. Con él, hasta lo más clásico acababa vistiendo ropajes barrocos, elevándose, retorciéndose, adentrándose en la sintaxis.

Ante los ojos del joven que fui, su prosa se transformaba en un ente vegetal que multiplicaba sus raíces y sus ramas y se colaba por los túneles del metro y por los escaparates y por los patios de luz en forma de frases subordinadas y florecidas. Sus textos desprendían cierto aroma único y poseían una música personalísima.

Con Umbral no aprendimos a contar historias. Ni a desarrollar argumentos. Ni lo del planteamiento, nudo y desenlace. Pero desde que lo leímos supimos dónde poner el adjetivo, cargado de erotismo e intención.

Lo que aprendimos con Umbral fue a escribir, y a excitarnos con el sonido de las teclas de la Olivetti, de modo que luego, cuando pasamos a la liviandad de los teclados del ordenador, la velocidad de escritura alcanzó a la del pensamiento, y por eso ha sido y es tan fácil, tan gozoso, tan purificador y tan curativo esto de escribir.

Umbral habló mal de Baroja -a pesar de que ambos son escritores impresionistas- y bien de Valle-Inclán. Habló bien de Borges y de Cela y de Delibes y mal de la novela inglesa. Umbral se dijo y se desdijo. Umbral se escribió, se corrigió, se tachó, se mintió y nos dejó decenas y decenas de títulos y miles de columnas sobre las que alzó un cielo literario, como las columnas de Persépolis ahora, que sostienen el hermoso azul de la nada.

Francisco Umbral, una bufanda, un dandi, un articulista, un cronista, un hermoso impostor de sí mismo. No recuerdo por qué me he puesto a escribir esto hoy. Ni por qué no lo escribí ayer. O sea, Umbral.

Weekend rural

Llegaron al pueblo el viernes, después de tres horas de viaje por carretera. La madre, el padre y los dos hijos: la jovencita de trece años y el niño de nueve.

Las llaves no dieron problema. La casa olía a cerrada, pero estaba fresca, con sus gruesas paredes y sus techos altos. Y, sobre todo, iba el WIFI y había buena cobertura.

– ¿Veis la sierra, ahí enfrente? Ahí subíamos de niños, a perdernos por el monte. ¿Te acuerdas, cariño?

– Ya, vale, papá. ¿Y aquellas de allí encima son las antenas de los móviles?

– Sí, supongo que sí. Ahí siempre estuvo lo del repetidor de las radios y de las teles. Digo yo que ahora serán de los móviles y de internet. ¿Te acuerdas, cariño, de las excursiones de los sábados?

Pero no sabemos si ella recordaba algo anterior a la semana pasada.

Colocaron las cosas e hicieron una compra básica en la tienda de la Paca.

– Ya no aguanto esto de la cola en un mostrador, viendo cómo otros hacen su compra. Qué pérdida de tiempo. Tanta charla…

– Es que la Paca habla mucho. A mí tampoco me gusta que me hablen cuando compro. Me gusta ir con los cascos, escuchando mis pódcast.

En menos de hora y media habían cumplido con todos los protocolos y se habían instalado.

El padre consiguió que la plataforma de deportes enganchara con la tele. Tenía por delante diez partidos a lo largo de todo el fin de semana.

La madre se puso su serie del momento en el ipad, con los auriculares. Ya estaban disponibles los diez episodios que le faltaban por ver de la segunda temporada.

La niña hablaba con sus amigas por WhatsApp.

El niño, en red, jugaba a algo donde todos podían matar a todos. Sólo podía quedar uno.

Así transcurrió el viernes.

Y el sábado.

Y el domingo hasta el almuerzo.

Salieron de casa después de comer. Calculaban llegar para las seis y media.

Conducía de vuelta la madre, con un podcast tras otro en la radio.

El padre, de copiloto, se concentró en tuitear durante todo el camino.

La niña hablaba con sus amigas a través del WhatsApp, no sabemos contándose qué: el fin de semana, no, desde luego.

Y el crío se agazapó en su asiento, con el móvil y los cascos, preocupado por que no lo mataran en el juego.

El coche hizo la rotonda y salió hacia la carretera de la capital, pasando junto a la tapia del cementerio.

«Civilización o barbarie, valga la redundancia», rezaba una pintada en el muro.

Ninguno de los cuatro reparó en la frase.

Subieron las ventanillas y le dieron a tope al aire acondicionado.

Y siguieron adelante.

Civilización o barbarie, valga la redundancia.

El crack cero

AUDIO DE «EL CRACK CERO»

Se pone íntima la noche de mayo, con la ventana abierta y el silencio de la calle, que no es silencio, sino incitación a bajar por si hubiera algún bar abierto. No lo hay. En ese plan, el salón se queda a oscuras y solitario y la tele finge ser una pantalla de cine. Y le da por emitir El crack cero, de Garci.

Vuelve Germán Areta, ahora en blanco y negro y en el Madrid de mediados de los setenta. Vuelven el humo de los cigarros y la banda sonora que ya conocíamos, a la que se suma Cole Porter.

Otra vez comienza la presentación del personaje ofreciéndonos la imagen de un Areta duro, sereno pero capaz de lanzar buenos golpes y de tumbar a un tipo más alto y fornido que él. Un crack, vamos.

Es la historia previa a la historia, antes de los sucesos que ocurrieron en las dos primeras entregas. Areta está más joven; al detective todavía le queda esperanza de conocer el amor, de sonreír alguna mañana delante del espejo.

Pero El crack cero es una preparación, lo que llaman precuela, así que sabíamos que de aquí iba a salir un personaje machacado, golpeado, superviviente. Y para sobrevivir a algo, necesitamos una debacle, un terremoto, un hundimiento. Es la historia que nos cuenta Garci.

Está soberbio Carlos Santos, que hace un gran Areta. Sabe quedarse quieto, intimidar con la mirada y fumar como sólo se fuma en la novela negra. Únicamente echo en falta en su rostro la pena, eso que tan bien hace Alfredo Landa. Pero es que, claro, cuando a Landa le sube la pena a la cara, a sus ojos tristes, incluso lloran los dictadores y los ministros de Hacienda, valga la redundancia.

Miguel Ángel Muñoz construye un Moro impresionante, una copia de Miguel Rellán antes de Miguel Rellán. Ramón Langa es muy buen malo. Y me quedo también con la eficacia de Cayetana Guillén Cuervo, que es capaz de imprimir un carácter único en apenas unos minutos de intervención. Esa mujer está pidiendo un papelón de protagonista, me parece. Lo hace todo bien. Lo hace todo mejor.

Germán Areta, el bueno del Piojo. Un honesto en medio de la podredumbre. Un duro con corazón. Un justo en Sodoma. Su desesperanza es nuestra última baza.

No sé por qué acaba la película y siento este vacío. No sé si es por echar de menos al propio Landa, o a Bódalo, o a David Gistau, al que vemos disfrutando de su querido boxeo.

Dice Manuel Alcántara que el dry martini es un cuchillo diluido. Y eso es también El crack cero, que entra afilado, doliendo en cada plano de exteriores en que queda retratado aquel Madrid. Ojalá haya más partes. Ojalá Garci ruede la historia de César González-Ruano. Ojalá supiéramos amanecer.

Las primeras páginas

AUDIO DE «LAS PRIMERAS PÁGINAS»

Si existe un Paraíso en la Tierra, debe de parecerse a la biblioteca pública de cuando era niño, en Puente Genil, Córdoba; aquel edificio que no sé qué alcalde ha convertido en una tienda de ropa que ya ha cerrado. Recuerdo que la primera vez que entré le pregunté a Mª Ángeles, la bibliotecaria, que si aquello era gratis. La mujer se rió. No he olvidado su respuesta:

– Entra y lee todo lo que quieras.

Los años han conmovido los pilares del mundo y a Mª Ángeles la han jubilado, pero ahí quedan en pie las ilustres ruinas de aquellas lecturas de los Hollister, con sus pastas naranjas, de Los Cinco, de Agatha Christie, de Guillermo Brown, de los relatos de Hitchcock, de Jack London, de Stevenson, de Astérix, de Tintín, de Verne…

En casa, a las diez nos mandaban a la cama. En la tele salían escenas que no debíamos ver, en especial, todo cuanto incluyera asuntos sexuales. Se diferenciaban los contenidos de un rombo y de dos rombos, que creo recordar que indicaban que los programas eran para para mayores de trece o catorce y de dieciocho años, respectivamente.

Entended, amigos, que entonces no había internet. Pero sí estaban los libros de la cama-mueble, unas estanterías que habían quedado allí de la anterior generación, de mis tíos. Y en aquellas páginas no había rombos, aunque os prometo que los profesionales de la moral no habrían sabido ni qué figura geométrica colocar sobre ciertos pasajes. Allí estaba todo. El mundo. El miedo. Los demás. La aventura. El peligro. El sexo prohibido y oloroso. La muerte, que por aquel entonces resultaba tan lejana que sólo podía concebirse para los demás. ¿Dos rombos? Un icosaedro, al menos, habrían impuesto los de la tele.

Vivir, a la postre, ha resultado en gran medida una mudanza de un lado a otro arrastrando maletas cargadas de libros.

Y ahora, aunque Mª Ángeles ya no está en una biblioteca que no existe, hay tomos por descubrir, por releer y por escribir. Y los mejores: los que van ganando su espacio en la biblioteca de casa, esa estantería donde se multiplican los libros de mi hija. Más arriba, fuera de su alcance, coloco los que le prohíbo leer. Voy cambiando el catálogo. Son ésos que ella se afana por coger, buscándose la vida y subiéndose a una banqueta. Los que lee a hurtadillas. Para eso se lo prohíbo, claro. De alguna manera hay que suplir que ella no tenga una cama-mueble llena de libros en los que exiliarse.

Si existe el Paraíso en la Tierra, Borges vuelve a tener razón, adopta forma de biblioteca. En ese Edén no ha de faltarnos tiempo para leer cuanto deseemos, para olvidar los mejores títulos y regresar a ellos como la primera vez.

Luca

Luca está echado sobre su alfombra. Son las siete de la mañana. Ya lleva un rato despierto, en guardia, escuchando todo, atento a cualquier novedad, sin moverse. Luca es un perro tranquilo, recio. En el bar de la esquina trabaja un camarero mayor que dice que sabe ver el alma de los seres vivos y que a los clientes les comunica lo que él interpreta al contemplar el aura de los animales que los acompañan. Muchas tardes, cuando Antonio y Mar se sientan a tomar una cerveza en la terraza, Luca se recuesta junto a ellos, tumbado en la acera. Y ese camarero, al traer las consumiciones, lo mira a él con detenimiento y comenta.

– Éste es un perro tranquilo. ¿No le veis la cara? Es un tipo sabio. 

Antonio y Mar sonríen y le acarician el lomo condescendientes. A Luca, no al camarero.

– Vosotros no os lo creéis, pero os lo digo yo. Éste sabe más de lo que pensáis. ¿A que tengo razón, Luca? Ja. Este tío sabe que tiene que cuidar de vosotros…

Ahora mismo, Luca está recordando a ese señor. Le gusta porque siempre le tira algo, una corteza, alguna chuchería. 

Ya suena la puerta del dormitorio de Marina, que sale al baño como cada mañana a esta hora. Después regresará a la cama y permanecerá allí tres o cuatro horas más, durmiendo a ratos. Luca sabe que ha estado llorando a media noche, sin que nadie más de la familia salvo él se haya enterado. Por eso, cuando ella cruza el pasillo camino a su habitación, Luca ya la está esperando. Ella le hace un cariño, él mueve la cola. Y ese saludo, que Marina cree que el perro necesita para sentirse querido, es el que a ella misma le ha reconfortado para rellenar el vacío, la rabia, el miedo, la angustia que esta adolescente siente desde que está obligada a mantenerse en casa, lejos de su círculo de amigos. Por mucho que hablen por teléfono todo el día… Y luego está lo del abuelo, que ella procura no exteriorizar y que quizá por eso es quien más lo está sufriendo.

Luca regresa a su alfombra. Pronto aparecerá por la cocina Mar, que se sentará junto a él a tomar un café y que leerá en el móvil las primeras noticias de la mañana. Al rato, Antonio saldrá al olor de la cafetera y del pan tostado. Ya será de día, y hoy parece que llueve. Antonio y Mar consensuarán el turno para ver cuál de los dos saldrá esta mañana con él al parque de abajo. El que baje de mañana, no lo hará por la tarde.

Cuando le toca a Antonio, Luca tiene oportunidad de corretear de un lado a otro durante unos minutos, dando tiempo a que entre la salida y el regreso el pobre hombre se encienda un fugaz cigarro que fuma a hurtadillas y con prisa, como sintiéndose culpable. Luca, que comprende todo, sabe que Antonio ha acabado enganchado, más que a la nicotina, a ese modo furtivo de hacer las cosas. Adicto al secreto. Y a la tristeza, que también procura esconder de los demás.

Cuando baja Mar, ella fuma sin remordimiento. Y le habla a él, a Luca, como si un perro necesitase la palabra para entender el mundo. Son frases que le sirven a ella como desahogo. Los números que siempre tiene en la cabeza, saber qué va a pasar después de esto, lo de papá… Mar llorando adopta un gesto que parece casi una sonrisa, creando un llanto tierno y comprensivo.

Toñín es el más feliz. Con menos de dos años, vive en un mundo de pequeños trayectos a pie, de carreras inaugurales. Y todo le sorprende. Luca se deja hacer por él cuando el niño acaricia su pelo con torpeza pero con una inocencia extrema. ¿Qué recuerdos tendrá el crío de todo esto cuando crezca? ¿Acaso alguno?

El día hilará una sucesión de idas y venidas, de amagos de discusión que todos procurarán atemperar porque no está la cosa para perder los papeles. Del salón a la cocina, del baño a los cuartos, de la terraza al interior… Y Luca se mantendrá en un segundo plano, discreto pero atento a qué necesita cada uno de ellos. Sin agobiar, haciéndoles creer que es él quien depende de los demás. El modo más eficaz de ayudar es fingir que se necesita ayuda.

Cuando llegue la noche y todos se retiren, él detectará la satisfacción de estas personas, que parecerán aliviadas por haber aguantado un día más sin que ocurra nada peor.

Pobre familia, menos mal que estoy yo aquí para protegerlos, piensa Luca. Y se echa otra vez sobre su alfombra, tranquilo y pendiente de que todo vaya bien. El perro sabio, como dice el camarero de la esquina. Luca, por cierto, aún no sabe que no volverá a ver a ese señor que tan bien le caía.

Ubi sunt

Marta lleva trabajando en el Museo del Prado desde 1998. Acabó la carrera de Historia del Arte y desde entonces, y gracias a unas cuantas llamadas que hizo su padre, entró en plantilla, garantizándose una vida cómoda y feliz entre cuadros y esculturas. Lo cierto es que ella misma nunca ha sabido que su padre movió tales hilos; siempre ha pensado que la buena estrella vino como fruto de su esfuerzo o, en todo caso, de un empujón del azar a su favor. En el plano personal, dos divorcios y un embarazo frustrado suponen el contrapunto de una vida que contaba a priori con todos los elementos necesarios para conseguir la felicidad. Los años la han acostumbrado no obstante a no exigir más de lo que tiene.

Así es Marta, que durante el confinamiento es elegida como una de las dos personas encargadas de revisar las salas del Prado. El museo entero para ella sola, pues la probabilidad de encontrarse con su compañero Andrés es mínima. Se ven a lo lejos unas cuantas veces al día y guardan las distancias. La poca gente dedicada a la seguridad está en las puertas, y de ahí no pasa. Así que Marta camina despacio, hace su ronda, revisa la temperatura y la humedad y entretiene las horas ante sus cuadros predilectos. Parece mentira que después de tanto tiempo se puedan seguir descubriendo detalles nuevos en lienzos que se han contemplado con tan intensa dedicación.

Sin embargo, esta mañana de abril algo pasa. Marta se detiene, sin respiración, bloqueada. Mira y no comprende. Acaba de entrar en la sala 12, dedicada al retrato real de Velázquez. Ha ocurrido de repente. Los cuadros están ahí. Sí, como siempre. Las meninas. Y el lienzo del conde-duque de Olivares. Y el de la infanta doña Margarita de Austria. Los cuadros están todos… Los marcos, los lienzos, los ambientes. Pero no las figuras. No hay nadie en los cuadros. Nadie. Se han ido todos.

Al cabo de un tiempo que parece un globo de vacío, Marta comienza a sentir su propia respiración, que se ha reanudado y se acelera al compás de un corazón al galope. Y a la par, un escalofrío se instala en su espalda, subiendo y bajando. 

– ¡Dónde están!

Es la voz de Andrés. Que viene a la carrera.

– ¡Marta! ¡No están! ¿Dónde están?

– No lo sé, no lo sé. Se han ido todos…

Se saltan las normas del confinamiento, se abrazan ambos y lloran. No sólo es miedo. Es una mezcla de pánico, incredulidad y un sentimiento mareante de que están viviendo algo irreal. Pero es real.

Recorren juntos las salas, cambian de planta, pasan al edificio de los Jerónimos. Regresan al de Villanueva y peinan cada una de las estancias. Ha ocurrido en toda la pinacoteca. No hay cuadro que mantenga a figura humana alguna. Siguen representados los animales y los elementos vegetales. No así las personas. No están los apóstoles de Ribera. No quedan brujas en los aquelarres de Goya. En La Anunciación de Fra Angélico el ángel permanece, no así la Virgen. En las alegorías del cielo, las figuras celestiales continúan ahí, poderosas e inaccesibles. Saturno sigue devorando a sus hijos. En El jardín de las delicias del Bosco, la locura es mayor: algunos personajes se mantienen, otros en cambio se han marchado.

– Se han confinado -dice Marta-. Los humanos se han marchado del lienzo porque estamos en época de confinamiento.

En El triunfo de la Muerte, de Bruegel el Viejo, así como en otros cuadros alusivos a las epidemias, sigue campeando la portadora de la guadaña, como enseñoreándose del asunto. En los cuadros de temática mitológica, los dioses siguen presentes, pero no los mortales.

Marta y Andrés deciden no comunicar esto a nadie. ¿Para qué? Cuando todo pase, ya se verá. De momento, ¿para qué añadir un motivo más de congoja y estupefacción? Lo que hay afuera ya es bastante dantesco.

Al cabo de los días, los dos empleados del Prado ya pasean con normalidad ante los lienzos abandonados por sus protagonistas. Se acostumbran rápido a una situación a priori increíble. Como ha ocurrido en el mundo de fuera, a fin de cuentas.

Y así transcurren los meses. Un buen día se anuncia el fin de la alerta sanitaria. Miles de infectados y de muertos después y en medio de un cataclismo económico, social y político generalizado, ocurre el primer día en el que se ve cierta luz.

Y ante el asombro renovado de Marta y de Andrés, los personajes de los cuadros van regresando a sus lugares originales. Poco a poco, como si obedecieran un plan de retorno escalonado. 

Aún así, tras una semana de retornos, los dos funcionarios comprueban que algunos personajes no han vuelto. Son pocos, pero es evidente que no están y que no van a volver. Ha nacido un nuevo mundo, pero no todos están en él. Como afuera.

De Borges a Tolkien

Una de las conferencias más apasionantes de Borges, para mi gusto, fue la que dio acerca de uno de sus temas favoritos: Las mil y una noches. Para Stevenson, Arabian Nights. Resulta embriagador volver a escuchar al maestro hablando del Oriente y del Occidente como conceptos; hoy me detengo en cierto aspecto de esa magnífica charla, y es el que se refiere a la autoría. ¿Quién escribió el maravilloso relato de los cuentos con los que Sherezade embrujó a Shariyar? En la interpretación borgiana, el tiempo.

Los que gusten de este tema están avisados de la controversia que existe acerca del canon: ¿qué cuentos pertenecen en puridad a la selección verdadera de Las mil y una noches? En español, contamos con soberbias ediciones. En casa disfruto de la edición de René R. Khawam, de Edhasa, y de la edición de J. C. Mardrus y Vicente Blasco Ibáñez, de Cátedra. Ya conocéis muchos mi aversión a la pedantería, de modo que resumiré esto simplemente diciendo que se discute sobre si los cuentos que se han ido añadiendo con el paso de los siglos al libro pertenecen o no a Las mil y una noches.

Más allá de la traducción en sí, las distintas ediciones se distinguen por el criterio que emplean a la hora de admitir unos cuentos u otros en su selección. Mi opinión al respecto es clara: elijo todas las opciones; ¿para qué cerrarme a nada, pudiendo disfrutar de todos los relatos, uno detrás de otro? ¿Qué me importa si la historia de Simbad estuvo o no incluida desde el principio o si se sumó después? ¿Por qué no contemplar todas las facetas de una obra, incluso las de aquellas versiones deformadas por el tiempo pero que, al cabo, también han llegado a formar parte de nuestro patrimonio imaginario?

E insisto: la autoría. ¿Quién escribe una obra? Cada vez me parece menos importante dar respuesta a esa duda. Y he empezado citando como ejemplo Las mil y una noches pero me centraré en El Silmarillion, de J.R.R. Tolkien.  Al escritor de El Hobbit y El señor de los anillos no le dio tiempo de acabar la obra magna en la que hablaba de los tiempos primeros de la Tierra Media. Después de las películas de Peter Jackson, a mucha gente les suenan las andanzas de Frodo, Bilbo, Gandalf, Aragorn… Supongo que hasta quienes sienten aversión por este tipo de historias conocen de sobra quién es Gollum y saben que hay que arrojar el anillo al interior de un volcán antes de que Sauron se haga con él.

Pues bien, todo esto tiene un «antiguo testamento», una «precuela», un libro en el que se narra el origen de esas tierras, de esas razas y de los linajes que acaban dando lugar a las historias de los hobbits, los elfos y los enanos. Y ese libro es El Silmarillion, editado después de la muerte de J.R.R. Tolkien. Fue uno de sus hijos, Christopher Tolkien, el que se encargó de poner orden en las montañas de notas que había dejado su padre y sobre las que éste había trabajado sin descanso durante décadas -desde 1914-.

Fue un trabajo digno de admiración. Tolkien padre era minucioso y perfeccionista, y volvía una y otra vez sobre lo escrito para corregir, armonizar y ofrecer versiones nuevas. Como si se tratase de un descubridor más que de un creador, Christopher se internó en los papeles paternos hasta conseguir armar un relato coherente y ordenado y en el que se contó la cosmogonía de Tolkien, cómo se creó este mundo, qué dioses lo habitaron, la aparición de los primeros seres, las querellas entre ellos, el origen de las luchas entre el bien y el mal… Y el resultado fue ese libro, El Silmarillion, que a mí me parece que es lo mejor de la literatura de Tolkien. Precisamente, porque no lo escribió el padre, sino el hijo.

Pienso que el padre sobresalía imaginando elementos narrativos pero que el que sabía escribir de verdad era el hijo. Porque fue él quien acertó a eliminar, quitar, aligerar, adelgazar, estilizar… Al parecer, tenemos datos suficientes como para afirmar que en manos exclusivas de Tolkien padre El Silmarillion hubiera acabado siendo un tomo  de más de mil páginas, con tres de las historias alargadas de un modo exhaustivo, yo diría que hasta desesperante. Es en la brevedad donde distingo la calidad de este texto; es en su manera de sugerir y de respetar la imaginación del lector donde radica su esencia. Las tres historias alargadas habrían sido las de Beren y Lúthien, la de los hijos de Húrin y la de la caída de Gondolin.

El propio Christopher dijo que no deberíamos considerar este libro como algo escrito por su padre, sino como una obra fallida. No estoy de acuerdo. El acierto surge precisamente al haberse quedado a medias. Puede que no correspondiera a lo que el padre tenía en la cabeza, pero es que esta historia ya había dejado de pertenecerle. Lo que el hijo logró hacer me parece superior a lo que proyectaba su progenitor.

Por lo tanto, ¿de quién es obra El Silmarillion? ¿Del padre o del hijo? Permitidme completar la frase y decir que del Espíritu Santo. O del tiempo, que diría Borges. Ojalá a todos los padres sus hijos le mejoraran de ese modo las obras escritas. No fue el caso de Dumas, por ejemplo, pero sí el de Tolkien, a mi juicio.

Los andamios de Stevenson

Portrait_of_Robert_Louis_Stevenson¡»Cuán poco se da cuenta el lector -mientras, cómodamente sentado junto al fuego de su chimenea, se entretiene en hojear las páginas de una novela- de las fatigas y de las angustias del autor! ¡Cuán poco se cuida de representarse las largas noches luchando contra las frases que se le resisten, las sesiones de investigación en las bibliotecas, las correspondencias con eruditos e ilegibles profesores alemanes; en una palabra, todo aquel enorme andamio que el autor edifica para demoler después, simplemente para procurarle a él, lector de su obra, algunos momentos de distracción junto al fuego de su chimenea o para moderar el aburrimiento de una hora de ferrocarril!»

Así comienza la novela de Stevenson y su hijastro Samuel Lloyd Osbourne titulada en español El muerto vivo. En inglés, The wrong box; en francés, Un mort encombrant; y en italiano, La cassa sbagliata.

Pero no es para hablar de la confusión en las traducciones para lo que empleo la cita del maestro Stevenson, ni tampoco para comentar cómo fue esa colaboración entre el escritor y su hijastro, con el que firmó tres obras. Traigo las líneas del escritor escocés -al que, como Borges, muchos sentimos como un amigo, como alguien cercano y presente-, por un expresión muy concreta: la de los andamios.

Me gusta hablar de esos andamios, me gustó desde siempre, desde antes incluso de haber leído que Stevenson usaba la misma metáfora para referirse a la tarea del escritor. Porque es cierta. El escribidor, que diría Vargas Llosa, va alzando estructuras que pueden ser mentales o anotadas. Puede levantar el andamiaje en un corcho y colgarlo en la pared frente a la que se afana sobre el teclado. O puede construir esa osamenta en libretas, pizarras, papeles, archivos, esquemas… Se trata de notas que sólo para él deben valer, y que pueden expresar lo que tiene previsto decir en cada capítulo, o la evolución de los personajes, o los conflictos que va a ir esparciendo a lo largo del texto y cuándo y cómo pretende resolverlos. Está bien. Decía Bukowski en sus diarios a colación de la novela Pulp que estaba metiendo al detective protagonista en una serie de líos y que no sabía cómo sacarlo. Pero Bukowski era perro viejo cuando escribió Pulp, y su instinto lo rescató con éxito de esos embrollos narrativos ante los cuales muchos habrían sucumbido.

Lo que quiero decir es que el escritor es muy dueño de plantear su trabajo como le venga en gana. Lo que no puede hacer, lo que es trampa, es que no quite los andamios una vez que la obra haya terminado. Porque él estimará muy meritorio el haber usado determinados moldes, incluso haber inventado algunas herramientas o haberse estado documentando (con «eruditos e ilegibles profesoImagen de JulesXTres alemanes», dice Stevenson en el párrafo inicial). Pero nada de eso debe obstaculizar al lector, molestar la lectura, impedir el desarrollo del texto. Tu esfuerzo, para ti. El lector no tiene por qué cargar con tus horas de escritura. Si sobre todas las cosas quieres verte recompensado por el esfuerzo de las horas, vete a un gimnasio y empieza a levantar pesas, o algo así. Pero no te afanes en echarle encima eso al lector.

Es que es muy importante que quede claro que los andamios con los que trabajas para poder escribir una obra no son la obra. Si empleas más esfuerzo en los andamiajes que en el propio escrito, y si además esto te está impidiendo escribir, es que algo estás haciendo mal. Piensa, con Stevenson, que el fin último del lector será el de distraerse «junto al fuego de su chimenea o moderar el aburrimiento de una hora de ferrocarril».

El azul Krahe

Ante la muerte de don Javier Krahe en julio de 2015, Juan Cruz tuvo a bien publicar estas líneas de un servidor en el diario El País:

«Javier Krahe, matrícula de honor en recreo, se marcha y nos deja el azul. Azul de sus ojos claros, donde uno veía reflejadas las aguas gaditanas en la alta mar de la madrugada. Es el azul del mar de los griegos Homero y Heráclito, de los que fue compañero, ejerciendo de poeta y de presocrático. Se ha ido de noche, como el que abandona la tertulia y el vino sin despedirse y busca del paseo redentor de vuelta a casa. En vez de volver al hogar, el poeta se ha encaminado hacia la aventura de la nada, a la caza de más sirenas, de más metáforas, de más nieblas que hilvanar.

Nos ha dejado el azul cristalino de sus versos, dignos del Siglo de Oro, bien contados, finos. A ratos, se pensaría que los fenicios inventaron el alfabeto, si es que fueron ellos, para que Krahe lo convirtiera en canción. “Y al mar, me dicta mi instinto, al mar, que es un laberinto”.

Hoy muchos lo descubrirán, acaso confundiéndolo con uno más de entre las estadísticas. Pero ha muerto un hombre vivo, a diferencia de quienes fenecen sin ánimo, sin ánima.

El Krahe se ha ido. Se ha ido escrito. Ha zarpado hacia la última singladura. Quedan viudos los fabricantes de puritos, los arcángeles de la noche, las novias, la poesía. Que el mar te sea leve. La muerte se ha vestido de azul Krahe».