La rienda de Rocinante

Esta mañana he dado un buen paseo, una de esas caminatas que yo considero instructivas, es decir, de las que consisten en ir con la niña, a su ritmo, sin más ocupación que la de estar con ella, que no es poca cosa, por cierto. Cuando andamos así, abandonados, recuerdo siempre al Quijote, que llegando a una encrucijada soltó la rienda y dejó que Rocinante escogiese el camino a seguir.

Nuestro caballo imaginario nos ha conducido hasta una serie de lomas. A la niña le ha hecho mucha gracia coronar la cima de la más alta de ellas. «¡Se ve toda la ciudad!», ha festejado contentísima. Y el azar nos ha recompensado descubriéndonos un súbito parque en el que reinaba una tirolina. Hemos disfrutado mucho del artilugio, pues ni ella ni yo habíamos jugado nunca con semejante invento. Mientras mi hija gritaba loca de alegría cuando la rueda la desplazaba de poste a poste, me he dado cuenta del panorama. Desde el promontorio al que habíamos subido, la vista era para pensárselo: a un lado, el hospital, un gran edificio que parece hecho a base de copiar y pegar un módulo básico, con su cerca de hormigón y su interior sugiriendo análisis, medicaciones, tratamientos, ecografías, intervenciones y despedidas; y al otro lado, el cementerio, con sus lápidas y sus gentes de domingo yendo a visitar las tumbas de seres queridos o de seres odiados de los que se desea la constatación de la muerte. Mientras la niña gritaba «¡Otra vez, otra vez!», yo he sentido ese pellizco que nos recuerda que estamos de prestado. El sol arriba, amarillo y cálido en una mañana de otoño sin viento, sin más nubes que unas cuantas firmas artísticas en el cielo. Y acaso, porque el terror es más hondo de día que de noche, en la luz que en la oscuridad, me ha acometido el vértigo de la lucidez y he sido consciente de la fugacidad del momento feliz que disfrutaba. Me he obligado a saborearlo, ¡otra vez, otra vez!, a la vista de los recordatorios que abajo me señalaban la pronta caducidad humana. Por cierto, ¿a quién se le ha ocurrido colocar un parque infantil entre un hospital y un cementerio? Es que ni a Poe en su visión más inspirada…

Después el paseo nos ha llevado a un prado verde en el que jugar con la pelota. Con cuatro años, la niña ya le pega mejor que yo, lo que tampoco es que diga mucho a su favor… Y finalmente hemos llegado a un lago, donde una pasarela conducía hasta un mirador sobre las aguas. Nos hemos acercado hasta ese punto y, mientras la nena se embelesaba con los patos y las tortugas, yo he tenido mi éxtasis matutino: las pintadas de los muchachos que, entre candados y corazones, han dejado constancia de sus pensamientos y esperanzas. Tres frases he tenido que anotar. Las dos primeras, de un romanticismo extremo que me ha hecho salivar. Una decía: «Si fueses un error, te volvería a cometer». Y la segunda: «Tu peor castigo: dormir con otra, soñar conmigo». Pero la palma se la ha llevado la tercera. Cito textualmente: «Estoy harto de ser como he sido hasta hora». Sic. «Hasta hora». La conciencia de uno mismo que hay que haber alcanzado para decir eso, y qué efecto tan sorprendente el de esa hondura mezclada con la incomprensible falta en la palabra final, confundiendo hora con ahora.

Guiados por esa jugosa confusión en la que se mezclaban los parques de niños con los cementerios, los adverbios de tiempo con el tiempo mismo y las pasiones con el amor por las letras, nuestro paseo nos ha encaminado hacia la aventura de la tarde, que desemboca en este escrito. ¿Es así como se debe pasear, imitando al personaje cervantino y sin destino u objetivo? Ah, bendita voluntad la de Rocinante vagando libre. Voy sospechando que tal es la forma correcta, no ya de pasear, sino de vivir. Cada vez es más frecuente que me sorprenda pensando que el Quijote no estaba loco. Que los locos somos nosotros, empeñados en llevarle la contraria, aferrados a las riendas. Vale.


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