Luca está echado sobre su alfombra. Son las siete de la mañana. Ya lleva un rato despierto, en guardia, escuchando todo, atento a cualquier novedad, sin moverse. Luca es un perro tranquilo, recio. En el bar de la esquina trabaja un camarero mayor que dice que sabe ver el alma de los seres vivos y que a los clientes les comunica lo que él interpreta al contemplar el aura de los animales que los acompañan. Muchas tardes, cuando Antonio y Mar se sientan a tomar una cerveza en la terraza, Luca se recuesta junto a ellos, tumbado en la acera. Y ese camarero, al traer las consumiciones, lo mira a él con detenimiento y comenta.
– Éste es un perro tranquilo. ¿No le veis la cara? Es un tipo sabio.
Antonio y Mar sonríen y le acarician el lomo condescendientes. A Luca, no al camarero.
– Vosotros no os lo creéis, pero os lo digo yo. Éste sabe más de lo que pensáis. ¿A que tengo razón, Luca? Ja. Este tío sabe que tiene que cuidar de vosotros…
Ahora mismo, Luca está recordando a ese señor. Le gusta porque siempre le tira algo, una corteza, alguna chuchería.
Ya suena la puerta del dormitorio de Marina, que sale al baño como cada mañana a esta hora. Después regresará a la cama y permanecerá allí tres o cuatro horas más, durmiendo a ratos. Luca sabe que ha estado llorando a media noche, sin que nadie más de la familia salvo él se haya enterado. Por eso, cuando ella cruza el pasillo camino a su habitación, Luca ya la está esperando. Ella le hace un cariño, él mueve la cola. Y ese saludo, que Marina cree que el perro necesita para sentirse querido, es el que a ella misma le ha reconfortado para rellenar el vacío, la rabia, el miedo, la angustia que esta adolescente siente desde que está obligada a mantenerse en casa, lejos de su círculo de amigos. Por mucho que hablen por teléfono todo el día… Y luego está lo del abuelo, que ella procura no exteriorizar y que quizá por eso es quien más lo está sufriendo.
Luca regresa a su alfombra. Pronto aparecerá por la cocina Mar, que se sentará junto a él a tomar un café y que leerá en el móvil las primeras noticias de la mañana. Al rato, Antonio saldrá al olor de la cafetera y del pan tostado. Ya será de día, y hoy parece que llueve. Antonio y Mar consensuarán el turno para ver cuál de los dos saldrá esta mañana con él al parque de abajo. El que baje de mañana, no lo hará por la tarde.
Cuando le toca a Antonio, Luca tiene oportunidad de corretear de un lado a otro durante unos minutos, dando tiempo a que entre la salida y el regreso el pobre hombre se encienda un fugaz cigarro que fuma a hurtadillas y con prisa, como sintiéndose culpable. Luca, que comprende todo, sabe que Antonio ha acabado enganchado, más que a la nicotina, a ese modo furtivo de hacer las cosas. Adicto al secreto. Y a la tristeza, que también procura esconder de los demás.
Cuando baja Mar, ella fuma sin remordimiento. Y le habla a él, a Luca, como si un perro necesitase la palabra para entender el mundo. Son frases que le sirven a ella como desahogo. Los números que siempre tiene en la cabeza, saber qué va a pasar después de esto, lo de papá… Mar llorando adopta un gesto que parece casi una sonrisa, creando un llanto tierno y comprensivo.
Toñín es el más feliz. Con menos de dos años, vive en un mundo de pequeños trayectos a pie, de carreras inaugurales. Y todo le sorprende. Luca se deja hacer por él cuando el niño acaricia su pelo con torpeza pero con una inocencia extrema. ¿Qué recuerdos tendrá el crío de todo esto cuando crezca? ¿Acaso alguno?
El día hilará una sucesión de idas y venidas, de amagos de discusión que todos procurarán atemperar porque no está la cosa para perder los papeles. Del salón a la cocina, del baño a los cuartos, de la terraza al interior… Y Luca se mantendrá en un segundo plano, discreto pero atento a qué necesita cada uno de ellos. Sin agobiar, haciéndoles creer que es él quien depende de los demás. El modo más eficaz de ayudar es fingir que se necesita ayuda.
Cuando llegue la noche y todos se retiren, él detectará la satisfacción de estas personas, que parecerán aliviadas por haber aguantado un día más sin que ocurra nada peor.
Pobre familia, menos mal que estoy yo aquí para protegerlos, piensa Luca. Y se echa otra vez sobre su alfombra, tranquilo y pendiente de que todo vaya bien. El perro sabio, como dice el camarero de la esquina. Luca, por cierto, aún no sabe que no volverá a ver a ese señor que tan bien le caía.