Los espejos, esos artefactos que nos amenazan con nosotros mismos. Nos aguardan en cualquier parte dotados con la terrible magia de la duplicación. Como se decía antes, los espejos tienen la misma misteriosa capacidad del sexo: la de crear personas. Mi infancia son recuerdos de una casa en la que existía «el cuarto de la costura», donde tras unas cortinillas se abría un probador con dos espejos enfrentados que se multiplicaban el uno al otro hasta el infinito. Y yo me asomaba a los espejos del final, intrigado por aquellas cabezas que se asomaban desde el fondo y que de sobra sabía que no eran la mía.
A la espera de que saliera Alicia a invitarme a pasar a través del espejo, fui creciendo. Y el resultado es el de asistir unas cuantas décadas después a un mundo en el que se duda si estamos en un lado u otro. Sin tener que echar mano de los grandes problemas del mundo, limitándose a dar un paseo por un día cotidiano, uno no sabe si el mundo real es el de la hipoteca, los impuestos y los precios o el del olor de la lluvia, las hojas caídas formando un sudoku de ocres y las entrañas jugosas de las granadas. A un lado del espejo, está Hacienda, las analíticas y el aire contaminado en el que nos vamos muriendo como peces estancados; al otro lado, la parte importante de los días es la migración a la biblioteca, donde acudimos en manada los padres con los hijos como rumiantes en busca de libros que pastar, como si los de casa no fuesen suficientes. Algunas zonas de Madrid huelen mal y exigen de forma urgente una limpieza en profundidad, algo que se percibe cuando te has marchado del centro, regresas, y te preguntas: ¿cómo he podido vivir en esta calle que apesta a baño de bar de los años setenta? Pero también es cierto que esos mismos lugares malolientes albergan exposiciones sobre las mujeres en el arte de Roma o sobre Julio Verne, cuyo nombre de justo basta para salvar todas las Sodomas que fueron, son o serán. En un mismo mundo, un derecho y un revés. Una polémica vocinglera y faltona o una discusión animada y constructiva entre personas respetuosas. Un trabajo en el que los compañeros se van comiendo unos a otros como inmortales de los que sólo puede quedar uno o un trabajo donde gentes distintas se complementan sus talentos, sin envidias, y alcanzan juntos magníficos logros. Todo esto, a la vez, es lo que se ve en un día cualquiera. Un día de esos en los que pareciera que el niño, algo crecido ya, siguiese jugando a contemplar los espejos del cuarto de la costura. ¿Cuál de esos mundos es más real? ¿En cuál de ellos habita Alicia, asomada a sus propios espejos?