Las primeras páginas

AUDIO DE «LAS PRIMERAS PÁGINAS»

Si existe un Paraíso en la Tierra, debe de parecerse a la biblioteca pública de cuando era niño, en Puente Genil, Córdoba; aquel edificio que no sé qué alcalde ha convertido en una tienda de ropa que ya ha cerrado. Recuerdo que la primera vez que entré le pregunté a Mª Ángeles, la bibliotecaria, que si aquello era gratis. La mujer se rió. No he olvidado su respuesta:

– Entra y lee todo lo que quieras.

Los años han conmovido los pilares del mundo y a Mª Ángeles la han jubilado, pero ahí quedan en pie las ilustres ruinas de aquellas lecturas de los Hollister, con sus pastas naranjas, de Los Cinco, de Agatha Christie, de Guillermo Brown, de los relatos de Hitchcock, de Jack London, de Stevenson, de Astérix, de Tintín, de Verne…

En casa, a las diez nos mandaban a la cama. En la tele salían escenas que no debíamos ver, en especial, todo cuanto incluyera asuntos sexuales. Se diferenciaban los contenidos de un rombo y de dos rombos, que creo recordar que indicaban que los programas eran para para mayores de trece o catorce y de dieciocho años, respectivamente.

Entended, amigos, que entonces no había internet. Pero sí estaban los libros de la cama-mueble, unas estanterías que habían quedado allí de la anterior generación, de mis tíos. Y en aquellas páginas no había rombos, aunque os prometo que los profesionales de la moral no habrían sabido ni qué figura geométrica colocar sobre ciertos pasajes. Allí estaba todo. El mundo. El miedo. Los demás. La aventura. El peligro. El sexo prohibido y oloroso. La muerte, que por aquel entonces resultaba tan lejana que sólo podía concebirse para los demás. ¿Dos rombos? Un icosaedro, al menos, habrían impuesto los de la tele.

Vivir, a la postre, ha resultado en gran medida una mudanza de un lado a otro arrastrando maletas cargadas de libros.

Y ahora, aunque Mª Ángeles ya no está en una biblioteca que no existe, hay tomos por descubrir, por releer y por escribir. Y los mejores: los que van ganando su espacio en la biblioteca de casa, esa estantería donde se multiplican los libros de mi hija. Más arriba, fuera de su alcance, coloco los que le prohíbo leer. Voy cambiando el catálogo. Son ésos que ella se afana por coger, buscándose la vida y subiéndose a una banqueta. Los que lee a hurtadillas. Para eso se lo prohíbo, claro. De alguna manera hay que suplir que ella no tenga una cama-mueble llena de libros en los que exiliarse.

Si existe el Paraíso en la Tierra, Borges vuelve a tener razón, adopta forma de biblioteca. En ese Edén no ha de faltarnos tiempo para leer cuanto deseemos, para olvidar los mejores títulos y regresar a ellos como la primera vez.


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