El lugar de los libros

Durante años, mis libros han estado repartidos entre dos domicilios. Después de este tiempo de doble personalidad bibliófila, he reunido ambas colecciones en el mismo lugar. Parece la desembocadura de dos grandes ríos de palabras que forman un estuario. Vienen las cajas llenas de los libros de allí. Las abro, van saliendo en orden. Presento unos títulos a otros. «Sois hermanos», les digo. Y me sobreviene una sensación que intuyo parecida a la de esos padres que se sientan a cenar con hijos, todos suyos pero de diferentes madres. Al principio, temo que surjan discrepancias entre unos y otros. Que los recién llegados se muestren incómodos. Que los de aquí entiendan la llegada de sus nuevos compañeros como una intrusión.

Mi primera idea de ir guardando el orden establecido en esta biblioteca se viene abajo cuando queda claro que no existe sitio suficiente para respetar las actuales divisiones. Llegan autores enteros exigiendo su espacio. A Delibes, Umbral y Cela los mantengo cerca. Y, para fastidiar a Umbral, lo acerco a Baroja, y escucho entonces las risas de Cela y de Delibes, que hacen gala del mismo sarcasmo de mis amigos del bar de abajo. Borges va con Bioy, como es lógico, pero a ellos sumo a Rafael Cansinos-Assens, que se dio cuenta a tiempo de cuánto habíamos perdido al desentendernos de Persia. La ciencia ficción, que campaba aquí a sus anchas como si no fuese posible ampliarla, ve con estupor que desde las cajas desembarca Asimov al completo, como recién bajado de una nave gravítica. Los rusos, los franceses, los alemanes, los cuentos de todo el mundo -me encanta el género y voy leyendo y comprando cuentos de cualquier lugar: China, Japón, el Tíbet, Egipto, de los nativos americanos incluso…-. La filosofía, que aquí se creía suficiente con Platón, Nietzsche y Schopenhauer, ensancha sus horizontes. Bukowski, Kafka, Chesterton, Fante, Wilde, Tolkien, Hesse, Twain, los libros sobre matemática y física, mis laboriosos afanes sobre los números primos…

Catalogar es ejercer la crítica. Claro que sí. Aquí no cabemos ya. La biblioteca crece y va tomando otras partes de la casa. Alcanza el salón. Fluye hacia otros cuartos. Amenaza con echarme a mí.

Pasan los días. Llegan nuevas cajas. La empresa se manifiesta placentera por inabordable. Me percato de que estoy olvidando qué tomos estaban aquí ya y cuáles son los recién llegados. Huelen las estancias a libro antiguo. Los títulos de tauromaquia han iniciado su diálogo con los clásicos griegos y latinos. Virgilio se ha puesto a cambiar pareceres con Pepe Alameda. Galdós conoce a Manolete y siente que le falta por escribir un Episodio Nacional que narre la vida del Cuarto Califa.

La biblioteca, en fin, es en estos momentos un ágora en el que se escucha la animada discusión de voces de tiempos y estilos distintos. Bécquer reconoce a Sabina como heredero. Aute juega con Carroll, Cortázar y Stevenson. Y me fuman aquí dentro, donde no fumo ni yo. Poe, Conan Doyle y Christie planean nuevos asesinatos. Lorca recita a Shakespeare. Cervantes vuelve a leer el Amadís, al que tanto debe. Los laureles de Cernuda resisten la apuesta. Bradbury sigue escribiendo demasiado bien como para que lo perdonen. Philip K. Dick y Richard Matheson se han hermanado. Como Sófocles y Woody Allen. Y yo voy alcanzando la serenidad del que sabe que ya no posee tiempo bastante para toda esta gente, para leerla, releerla, escribir lo mío a su vez, atender al mundo, a la tertulia, a las tareas y gozos propios de un padre.

Conozco la historia de cada uno de estos tomos. Dónde los compré. Cuándo los leí. En qué viaje, en qué hostal, en qué domicilio, bajo qué amores, ilusiones y angustias se fraguaron esas lecturas. Comprendo que estas estanterías constituyen un cuaderno de bitácora, un álbum familiar, una colección de recuerdos. Y a ratos, encuentro un libro que me regaló alguien ya ausente, algún precoz adelantado hacia el olvido que todos seremos.

Y me siento entonces en el sillón de leer, bajo una luz indirecta que tiene algo de hoguera, mientras suena un piano de fondo y pasan las horas como las hojas de cualquiera de estos libros, uno tomado al azar, uno que me lleve a la Antártida apuntada por Verne o a la Comarca o al Madrid de mi juventud. En algún lado estaré, en alguno de esos lugares, supongo, quién sabe. En realidad, sospecho, no ha sido la biblioteca la que ha estado partida, sino yo.


Publicado

en

por