Los relojes que no gasto llevan décadas parados a las cuatro y diez. Me parece que Saramago hizo lo mismo, detener las manecillas del tiempo en su casa para que indicaran la hora en la que se conocieron él y Pilar del Río. Las cuatro y diez, la hora de la belleza, la hora de Aute. Una amiga de la infancia habló siempre de Don Eduardo Aute, y yo decidí no corregirla aclarándole que se llamaba Luis Eduardo, porque entendí que la chica tenía razón. Si él, reencarnación directa de Leonardo da Vinci, no merecía el don, es que no lo merecía nadie.
Se nos va Aute, se marcha a Albanta, a la tierra de los juegos y las infancias, a cabalgar unicornios. Tiene que hacer un esfuerzo la primavera para seguir fingiendo que florece. Hace unos cuantos años que el artista se fue sin irse, así que ahora despertamos de la esperanza de volver a encontrarnos con él. Se nos ha roto un puente con la belleza. Hoy se va uno que era muchos. Hoy al mar le ha brotado un sarpullido de rosas. Nos rendimos ante el hecho de que en cada una de sus canciones habite nuestro arsenal de amores, de gemidos, de paseos y de tonalidades. Aute, el pintor que cantaba. El poeta que hizo cine. El que le puso música a esta forma que hemos tenido de ir haciéndonos mayores sin dejar de oler el mundo y la carne. Lo buscaremos cuando crucemos al otro lado. Espérenos hasta entonces, don Eduardo.