Yoda

Un figura que derrocha lustre, con porte, camina majestuoso, macho alfa, fajador, se deshace como un peluche con la niña, pelea hembras, es quien me recibe cuando regreso de la brega de los caminos, habita un mundo de olores que sólo él sabe desentrañar, y ante todo, ejerce de maestro. El maestro Yoda. Mezcla en su pelaje el blanco con un marrón tenue, casi crema, y presume de hocico corto. Sus dos ojos, negros, hondos, intensos, almendrados, miran a veces como si perteneciesen a un sabio eremita que ya viene de vuelta de todo. Pequeño si lo comparamos con los perros a los que pretende enfrentarse, es grande para ser un chihuahua. Yoda, maestro, repito, aunque toma su nombre del personaje de Star Wars, no habla, no da consejos, no le hace falta, porque él enseña con su propia vida.

A mí me ha mostrado cómo es eso de habitar en un presente total. Sus días, similares, no dan pie al hartazgo. Eso es la paz, la felicidad. Posee sus rutas diarias, por las que caminamos él y yo como Quijote y Sancho, no me atrevo a aventurar quién encarna a quién. Duerme a cualquier hora, satisfecho. Busca el sol en invierno y se resguarda en los lugares más frescos durante los meses de verano. Cuando va al pueblo, se hermana con Tintín, otra deliciosa criatura, y ahí se asalvaja aprendiendo del otro las más pícaras triquiñuelas.

Cuando se enfrenta a otros perros, a veces en plural, jamás se amilana. Si le saliese al paso un tiranosaurio, estoy seguro de que embestiría con la misma seguridad en sí mismo. Pero en cuanto ha terminado la cuita, se da la vuelta, estornuda, el pelo del cuello deja de erizársele y él recupera una calma absoluta. Qué lección de presente, qué manera de gestionar felizmente el estrés, mientras nosotros nos agobiamos porque falla la cobertura o tarda el camarero.

Se considera Yoda a sí mismo el protector de la niña, y debe de tener razón, porque guarda el sueño de la otra como un paladín a las puertas del palacio de su señora. No permite que nadie la moleste, que no la toquen. Qué alegría es la comida para él, qué poco necesita para la plenitud. Conoce senderos y se sienta en las terrazas de los bares a esperar que le caiga algún aperitivo. Cuando vamos al parque, anticipa en qué bancos suelo sentarme a leer, y mientras yo navego páginas él se echa, como la esfinge, contemplando los verdores y las horas.

Le gusta jugar a que le quite su muñeco para recuperarlo después, y recostarse aposentando su cabeza sobre la rodilla humana; entonces se duerme, dejando sus orejas como vigías por si pasa algo. No soporta la lluvia, es muy señorito, pone caras, ronca. Es obstinado como su dueña, fácil de contentar, bravo y dulce a la vez. Nació en Castellón, donde fuimos a por él en un viaje del que volvió considerando a la niña como su alma gemela en este tránsito terrenal.

Yoda, maestro, incesante compañía, ahuyentador de la soledad, azote del barrio, encantador de niños y señoras, energía de rayo y placidez de siesta. No es que a él le falte hablar, sino que a mí, a veces, me vendría bien saber lanzar algún ladrido.


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