Llueve en marzo. Como siempre. O sea, que llueve marzo. Se nos precipitan encima los calendarios, con sus viejas repeticiones, algunas de ellas tan antiguas y poco conocidas que parecen acontecimientos nuevos. Pero mira uno a través de los cristales y todo lo que ve se asemeja a lo de antes. Esa gente de debajo de los paraguas sigue yendo al mismo lugar: ninguno. Algunos se acogen a sagrado en el bar de la esquina, a ver si deja de llover, o quizá esperanzados en que siga lloviendo para no tener que llegar a casa, para contar con una excusa, con una coartada.
– Llovía. Por eso tardé.
– ¿Diez años?
Y ahí, en el bar, repetirán las lecciones aprendidas en la tele, lo que les han inculcado que tienen que decir y que pensar.
Pero marzo llueve, nos está lloviendo un mes, el tercero, como un tiempo deshecho gota a gota. Si no hubiera que sacar al perro, qué difícil sería despegarse de la bata, del sillón de lectura, de la luz de la lámpara sobre las páginas de Umbral, de Juan Cruz, de Delibes. La cálida luz de la biblioteca es también, a su modo, una lluvia, una lluvia de fotones o de vibraciones electromágnéticas o de lo que sea la luz, que ahí siguen dándole vueltas a ese asunto.
Nos llueve marzo. No hay colegio hoy. El lunes se disfraza de domingo húmedo y solitario, que por algo andamos con lo del Carnaval. Dice Caballero Bonald en la canción de Sabina que los días han pasado como hojas de libros sin leer. Y lo que nos va a salvar el día, este día marceño y pluvioso, son los charcos de palabras sobre las páginas.
Lo que quiero decir, en fin, es que es un buen lunes, tranquilo, de cielos grises y preñados de primaveras inminentes. Qué mejor momento para empezar a escribir una nueva novela. Que quizá no es nueva, sino la de siempre. Porque ya se percató Borges de que la lluvia siempre sucede en el pasado. Y el pasado es hoy también. Y llueve. Y marzo. Y como siempre.