Whitman

Cada vez que la primavera revive al mundo, como ocurrirá mañana Domingo de Resurrección, contemplo los campos y recuerdo la infancia. Cuando chico, no me gustaba ir a las procesiones porque te obligaban a vestir la ropa dominical, y yo tiraba más a Huckleberry Finn que a repelente niño Vicente. Tenía mucho de liberador regresar, volver al atuendo natural, el del salvaje, el de andar suelto, y salir a los caminos, al río, al olor de un mundo vegetal que ya no podía ocultar por más tiempo que se urdía un inminente mayo en sus entrañas.

Ahora, ocupada la mirada por años, recuerdos y lecturas, sigo sintiendo esa alegría primaria que transmite una tierra que continúa cumpliendo con sus ritos, retornada Perséfone de sus raptos invernales. Cuando contemplo las hojas argumentando de verde los paisajes, como un niño que rellena el interior de una figura con sus lápices de cera, me enredo en la polisemia y no puedo impedir que esas hojas sean también las del poeta Walt Whitman.

El poeta de Nueva York, ese Gandalf con traje junto al que Lorca hubiese bailado hasta el amanecer, nos dejó sus poemas, compuestos por versos que le crecían en cada línea lo mismo que ahora brotan las vegetaciones y proliferan los insectos. Whitman regaba con el azul de sus ojos los papeles, éstos recibían la luz de un sol joven, hacían la fotosíntesis poética y alumbraban palabras que alumbraban.

Contengo multitudes, proclama Whitman. Y ya le está marcando el sendero a Aute, que dirá lo mismo un siglo más tarde con una guitarra de fondo. En una gota de agua encontraba la clave del universo entero, desvelaba que el alma no consistía más que en el cuerpo y admitía que el cuerpo no es más que el alma.

A Whitman le pasaba como a Moisés: daba con la vara sobre la piedra reseca y entonces se obraba el milagro del manantial. En ese episodio, Moisés se llenó de orgullo y se olvidó de loar a Dios, parece ser, y luego lo pagó caro no pudiendo entrar a la Tierra Prometida. Pero Whitman no se debía a ninguna deidad veterotestamentaria, y su Tierra Prometida era cualquiera por la que pisaba. A su paso, contrario al caballo de Atila, germinaban los versos, florecían besos.

Contengo multitudes, insiste, insisto. Todos las contenemos. Y algunas de ellas se revuelven, salen discutidoras, reprochonas o puntillosas. Otras, exquisitas, nobles, gentes merecedoras de confianza. Ayer recordaba lo mal que me porté hace cuarenta años con un compañero de clase, pobre muchacho grandote y bobalicón, buenazo, y cómo ante él me salió un mal tipo desde los adentros. Sigo pensando en él, cuarenta años, madre mía, como Moisés por el desierto, y aún me cuesta admitir la veta negra que quedó al descubierto, que descubrí en mí aquella vez. Pero también soy aquel, también aquel mal niño por un rato integra esas multitudes whitmanianas que me habitan. Espero encontrarme al señor, que ya ha crecido y que ahora parece su propio abuelo. Lo he visto muy de vez en cuando, cuando he vuelto al pueblo. A lo mejor puedo invitarlo a algo, disculparme, hablarle de Whitman, primaverarle.


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