Llegaron al pueblo el viernes, después de tres horas de viaje por carretera. La madre, el padre y los dos hijos: la jovencita de trece años y el niño de nueve.
Las llaves no dieron problema. La casa olía a cerrada, pero estaba fresca, con sus gruesas paredes y sus techos altos. Y, sobre todo, iba el WIFI y había buena cobertura.
– ¿Veis la sierra, ahí enfrente? Ahí subíamos de niños, a perdernos por el monte. ¿Te acuerdas, cariño?
– Ya, vale, papá. ¿Y aquellas de allí encima son las antenas de los móviles?
– Sí, supongo que sí. Ahí siempre estuvo lo del repetidor de las radios y de las teles. Digo yo que ahora serán de los móviles y de internet. ¿Te acuerdas, cariño, de las excursiones de los sábados?
Pero no sabemos si ella recordaba algo anterior a la semana pasada.
Colocaron las cosas e hicieron una compra básica en la tienda de la Paca.
– Ya no aguanto esto de la cola en un mostrador, viendo cómo otros hacen su compra. Qué pérdida de tiempo. Tanta charla…
– Es que la Paca habla mucho. A mí tampoco me gusta que me hablen cuando compro. Me gusta ir con los cascos, escuchando mis pódcast.
En menos de hora y media habían cumplido con todos los protocolos y se habían instalado.
El padre consiguió que la plataforma de deportes enganchara con la tele. Tenía por delante diez partidos a lo largo de todo el fin de semana.
La madre se puso su serie del momento en el ipad, con los auriculares. Ya estaban disponibles los diez episodios que le faltaban por ver de la segunda temporada.
La niña hablaba con sus amigas por WhatsApp.
El niño, en red, jugaba a algo donde todos podían matar a todos. Sólo podía quedar uno.
Así transcurrió el viernes.
Y el sábado.
Y el domingo hasta el almuerzo.
Salieron de casa después de comer. Calculaban llegar para las seis y media.
Conducía de vuelta la madre, con un podcast tras otro en la radio.
El padre, de copiloto, se concentró en tuitear durante todo el camino.
La niña hablaba con sus amigas a través del WhatsApp, no sabemos contándose qué: el fin de semana, no, desde luego.
Y el crío se agazapó en su asiento, con el móvil y los cascos, preocupado por que no lo mataran en el juego.
El coche hizo la rotonda y salió hacia la carretera de la capital, pasando junto a la tapia del cementerio.
«Civilización o barbarie, valga la redundancia», rezaba una pintada en el muro.
Ninguno de los cuatro reparó en la frase.
Subieron las ventanillas y le dieron a tope al aire acondicionado.
Y siguieron adelante.
Civilización o barbarie, valga la redundancia.