Soledades

Lo bueno de septiembre es que nos toma en la orilla de los rigores del verano –que siempre existieron, no lo olvidemos– y nos conduce hasta el otro lado del puente, donde nos acoge el otoño para proporcionarnos descanso de los afanes estivales.

El verano es territorio de niñez y adolescencia. Es para los que no se cansan, para quienes pueden vivir despreocupados, para quienes no han de continuar con las labores cotidianas a más de treinta o cuarenta o cuarenta y cinco grados, que todas esas modalidades de tortura hemos conocido.

A mí no me gustan los días de fiesta, sino los que denomino días normales. Me gusta que esté todo abierto, que se pueda pasear entre la actividad cotidiana de una acera hormigueante, de un mercado aún ejerciendo como tal y no como museo del olvido, de unos bares con parroquianos habituales, menús del día, ritmos de colegio, trabajo, comidas… Ritmos a los que uno pueda anticiparse: si todos comen a las dos, a esa hora ya puedo estar yo acabando. Si todos se meten en la carretera de cinco a siete, durante esos ratos, quieto. Escribiendo esta columna me estoy dando cuenta –ahora mismo– el porqué de ese gusto mío por los días laborales y mi aversión a los festivos. Se trata de poder evitar muchedumbres, de poder calcular los movimientos del resto del ganado para buscar el sendero más tranquilo.

Cuando lo de los autosecuestros de 2020, varié mis trayectos más repetidos por los paseos campestres. Al tiempo, comprendí que los nuevos itinerarios habían sido buscados con un criterio, que fue el de encontrarme con el menor número de gente posible. Buscaba la soledad, pues la respuesta generalizada del colectivo que se estaba dando hacia los crímenes que las autoridades cometían con nosotros a mí me había puesto en alerta: la obediencia del rebaño resultaba tan dañina o más como la maldad de los inductores de cada medida contraria a la gente que escenificaban los políticos contratados por los poderosos y ejecutaban diversos subcontratados en esa pirámide: desde policías hasta cajeras de supermercado.

Creo que muchos no hemos olvidado, ni vamos a hacerlo, el modo en el que una masa zombificada aceptaba normas que conducían al propio exterminio. Esa obediencia a la hora de dejarse llevar al matadero nos horrorizó y se nos quedó grabada para siempre. En gentes como yo, que siempre he desconfiado y descreído de los grupos, ha sido relativamente sencillo prescindir de compañas numerosas.

Uno de los retos del futuro será ése, precisamente: que algunos volvamos a confiar en un colectivo que integre a más de tres o cuatro personas. Lo veo difícil. Religare, reunir, juntar al rebaño. Pero al rebaño se lo agrupa para cebarlo, para esquilarlo, para sacrificarlo.

El deseo de soledad es hartazgo de compañías que nos han hecho perder el tiempo, salir dañados, salir peores o desaprovechar tramos de vida. Y con qué buen ánimo se saluda en el campo, cuando nos encontramos con alguien inesperadamente. Con qué gozo se comparten soledades cuando nos topamos con semejantes, cuando nos mostramos la imposibilidad de encontrarnos. Eso es una conversación: una aspiración vana pero hermosa. Y recordar es evocar que casi lo conseguimos. Y acariciar es tocar lo que nunca tocaremos.

Hay que ver lo que da de sí una columnita que tan sólo pretendía llevarnos desde una orilla de agosto hasta la de octubre, con septiembre como nexo alegórico. Quién iba a pensar que en medio de ese puente nos iba a salir al paso el duende de la reflexión. Por lo demás, todo bien, como siempre.


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