Septiembre, el más lunes de todos los meses, quizá sólo en competencia con ciertos eneros. Luz que declina, tarde acortada, fresco que no encuentra uno cómo agradecer de manera suficiente. Me agrada la vuelta a las tareas, quizá porque las mías me continúan siendo gratas y quizá también porque septiembre, en mi caso, no supone el regreso desde un período de descanso, sino que prosigue sin más la rueda del tiempo. Pero hay algo más. Me place que se reanuden las vidas cotidianas, que los comercios estén abiertos, que sepa uno a qué atenerse cuando se acerca a Correos a por lo de Galdós, o que Nasser tenga abierto y espere que a lo largo del ocaso empiece la tertulia.
Septiembre supone pasar una página más al calendario de Jose Tomás que preside la biblioteca y en el que lo descubro en el principio de un pase de pecho en Nimes, anunciando tanto este mes como el que viene. Nueve semanas, sesenta y un días. He contemplado esas jornadas numeradas que echan a andar hoy y me he encomendado a ellas, deseando que resulten fructíferas, gozosas, tranquilas. La edad conduce a no buscar la felicidad, sino la paz, que por otra parte no deja de ser un modo íntimo del ser feliz. Lo intentaré a pesar de todo; o sobre todo, más bien. Lo intentaré, como suelo, sin atender a un sistema del que me hallo totalmente ajeno, desoyendo cuantas mentiras intentan distraer de sus crímenes habituales. Lo intentaré con ese reparto de personajes que ya se mueven por la nueva novela, a entregar antes de noviembre. Sé que dormiré en distintos sitios durante estos dos meses, el noveno y el décimo, que hoy se inauguran: Madrid, Valladolid, Salamanca, Arnedo, quizá Sevilla… Pero en todos ellos soñaré con Córdoba, con la Córdoba de hace un siglo. Porque cuando un tipo se encuentra inmerso en la escritura de una novela, poco espacio queda para lo demás, que iré cumpliendo con dignidad –espero– pero con el corazón, el alma y casi que el cuerpo transitando las obras de la plaza de las Tendillas y de la calle Cruz Conde, así como la reubicación de la estatua del Gran Capitán –en cuya cabeza cada vez veo más a Lagartijo el Grande–.
Se parece escribir una novela, no sé cuántas llevo ya, sinceramente, a marcharse de este mundo durante una serie de horas, semanas, meses, hasta años. Se escribe para corregir este mundo defectuoso, gobernado por la maldad y enfangado por la imbecilidad que esa propia maldad potencia a partir de la miseria moral de la masa. Se escribe para acallar los titulares que pretenden justificar por qué han pegado fuego a media España y por qué apuran y multiplican sus canalladas antes de que los amos los devuelvan al estercolero de origen. Se escribe para superar el tiempo, para vencer a la muerte, para traer desde ella a los que se fueron, sobre la grupa del dolor, Dios sabe adónde. Se escribe para agradecer que septiembre, por fin, se nos haya presentado esta mañana, dulce, suave, con sus tonos de oro viejo, hermoso y tierno. Como pretendimos que fuese todo, ay. ¿Os acordáis?