San Marcos, rey de los charcos, se dice en mi pueblo. «Suenan campanas de fiesta el 25 de abril», entona una sevillana que alude a esta festividad. En Puente Genil, Córdoba, este día tiene lugar una romería. Supongo que ya no será como cuando yo era niño, pero por aquel entonces salían los paisanos al campo, a echar la mañana, a comer, a dejar que la tarde se perdiera lenta por el oeste. Las calles del pueblo se quedaban solitarias, desiertas. El tráfico de los años ochenta no es el de ahora, pero, incluso con menos coches circulando, aquella jornada llamaba la atención el que no pasase ningún vehículo. Y el silencio.
Los amigos bajábamos continuamente al río, a los caminos que llevaban a las aldeas, a esas afueras de olivos, veredas y bichos. De modo que no teníamos demasiado antojo por salir de San Marcos. Total, eso lo hacíamos nosotros casi diariamente. No había colegio, claro está, por ser festivo local. Una vez en clase nos mandaron escribir un relato –qué cosas se hacían aún, ¿verdad?– y a mí me salió uno de un tipo que al despertar se topaba con la conmoción de que no había nadie. La trama se resolvía por ser 25 de abril, algo que el protagonista no recordaba, y estar la gente fuera.
Había una fascinación, quiero decir, en el hecho de que el mundo quedase deshabitado. Yo aún no conocía a Richard Matheson, autor de Soy leyenda, pero en aquellos San Marcos ya pudimos anticipar a este escritor, fantaseando con que los demás se hubiesen marchado para no volver.
Al final de la jornada, comenzaban a regresar. Un coche, otro, otro. Se empezaban a escuchar otra vez voces por la calle. La vida retomaba una normalidad que, por un lado, ofrecía el alivio de no tener que andar sobreviviendo a un apocalipsis. Pero, por otra parte, se quebraba cierto encanto, cierta magia.
Ahí estaba el impulso de ir a contracorriente. Ya iríamos nosotros mañana al campo, a ver cómo lo habían dejado los sanmarqueños. Con tantas personas viviendo en el mismo sitio, y mira que es grande esto, yo creo que lo más sensato es vivir a deshoras, a destiempo, en la medida de lo posible. No asimilo que haya que meterse en un atasco, o que no quede mesa para comer, o que todos quieran entrar en el mismo bar y a la misma hora a tomarse el aperitivo.
Cuando ellos se vayan de San Marcos, muchacho, tú quédate por las calles, saboreando esas extrañas soledades. Cuando regresen, entonces puedes volver a los caminos.
Muchos años, el rey de los charcos hacía gala de su apelativo y la jornada venía lluviosa. Lógicamente, en abril suele llover. Todavía no había empezado el cambio climático de la tele. Y que lloviese me molestaba, porque había que esperar otro año, un año entero, a que se obrase el milagro del 25 de abril.
Con los años, crucé el puente de Lisboa, tuve mi propia Revolución de los Claveles y viví otros San Marcos, como el de Beas de Segura, en Jaén, donde se celebra de un modo heredado directamente de los romanos. Es algo fascinante y digno de ver.
De momento, cada 25 de abril, como me ha ocurrido esta mañana, lo primero que he hecho es mirar por la ventana. Pero no. Seguían ahí. Los coches. Las prisas. Los calendarios. Los demás. La tercera persona del plural. La rueda de la que hablaba Antonio Gala. San Marcos ya no tiene quien le escriba.