Sala de espera

Ahí están. Sentados. Esperando. Aguardando su turno. Los oigo hablar entre ellos. Me he llegado a asomar con disimulo. Son varios. Un señor con gafas y pinta de intelectual enfermizo al que le ha dado poco el sol. Otro muy delgado, con cara de ir de entierro, aunque no se sabe si como espectador o como protagonista. Un anciano bigotudo que sostiene un reloj de esos antiguos que parecían inventados para los buzos. Una hermosa mujer con una falda plisada color verde botella que lee y procura estar a lo suyo, ajena a la cháchara de los demás.

Van llegando, se saludan, preguntan quién da la vez y se suman a la espera. Llegan a intimar. Se cuentan sus respectivas vidas. Sus problemas. Qué es lo que los ha traído hasta aquí. Hallan consuelo en todo esto, como si el mero hecho de verbalizar lo que les duele permitiese un cierto alivio.

Estoy tecleando esto despacio, con mucho tiento, procurando que ellos no me escuchen los picotazos de los dedos sobre las letras, para ver si paso desapercibido. Porque toda esa gente ha venido a verme a mí. Vienen para que los atienda. Para que me haga cargo de lo que traen. A lo mejor piensan que estoy durmiendo todavía y me dan una tregua. O puede que me conozan lo suficiente y sepan que estoy ya en pie –sentado pero en pie–, dándole al asunto, adelantando al día antes de que amanezca y se active el semáforo del sol.

No sé cuánta paciencia gastarán, pero entiendo que, llegado a un punto, se quedarán sin ella, aporrearán mi puerta e insistirán con el timbre hasta ser atendidos.

Interrumpo esta columna y me asomo de nuevo a la mirilla para espiarlos. Son más. Son muchos. Una jovencita con gesto de enfado y unas láminas de animales dibujadas a lápiz. Una doña de armas tomar, pelo muy recogido arriba en un moño espectacular. Y llega entonces un señor joven, vestido a la antigua, con un traje de otra época, pobladas patillas. Es él.

Abro la puerta y todos se me echan encima. Me exigen que les diga algo de lo suyo, que les ofrezca un plazo, una entrevista, un día, que les diga un día.

–Que pase Juan del Valle, que es este señor que acaba de llegar. Él es quien está protagonizando la novela sobre Córdoba que estoy escribiendo. Hasta principios del mes que viene estaré con él y con todos los de su historia.

–¿Y lo mío? –me pregunta Antonio Blanco. –¿Para cuándo mi segunda parte?

Antonio es el protagonista de Sherlock Holmes y el misterio de las voces húngaras, que exige la siguiente entrega de su saga.

–Antonio, ya te dije que tú tendrás que esperar hasta que empiece el año que viene.

Lo mando a ver a Stevenson para que le vaya contando cosas del mar, que es donde transcurre su próxima aventura.

Pasa Juan del Valle, y los dejo ahí hablando a todos. Acaba de llegar un señor mayor, togado, con larga barba. Es Sócrates, que también tiene cita.

Invito a Juan a sentarse aquí en la biblioteca. Le pido que me deje unos minutos para acabar la columna. Viene a ponerme al día sobre sus sentimientos, sus ilusiones, sus tristezas. Yo, a cambio, le contaré cómo va lo suyo por Córdoba, en su novela.

Todos esos personajes de ahí fuera esperan que me ocupe de sus vidas. Ellos me eligieron a mí como narrador. Si aceptas el encargo, te esperan durante un tiempo. Pero si pasa ese tiempo, se largan, te retiran la oportunidad de ser su contador y se marchan con sus tramas y sus conflictos, supongo que en busca de otro escritor que sepa atenderlos en plazo y en condiciones.

¿De dónde saca el tiempo un tipo que escribe además de cumplir con sus otras tareas laborales? Supongo que de no ver la tele. O de no aguantar donde no quiere estar. De quitar, más que de poner. Voy a atender a Juan, si me disculpáis, pero antes tendré que volver a salir ahí fuera para pedirles a todos estos un poco de silencio. Podría ser una obra de teatro: los personajes a la espera de que el narrador se ponga a la tarea y contandose entre sí. Coño, qué idea…

Sí, perdona, Juan. ¿Qué me decías? ¿Mucho calor en la Córdoba en 1925? Como siempre, ¿verdad?


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