Poesía

A medida que pasan los años, uno va dando más importancia a la práctica en detrimento de la teoría. O, mejor dicho: uno va comprendiendo que el modo de conocer no es el de deglutir pensamiento que ordene el mundo para luego lanzarse a vivir. O todavía más fino: que no puede uno encerrarse en una torre a leer tratados sobre la rosa sin antes salir a tocar el rosal, pincharse, ver cómo mana la sangre del pulgar, admirarse con la geometría de la belleza de los pétalos, inhalar el aroma de la flor y, sólo entonces, abrir el libro de botánica. Creo que esta manera de manejarse es el antídoto perfecto contra la pedantería. Ahí tenemos la anécdota que se cuenta de Valle Inclán y de cómo Rubén Darío, en el Retiro de Madrid, preguntó admirado por ciertas formaciones que flotaban sobre el lago. Y Valle le espetó: «Esos son los nenúfares que usted tanto cita en sus versos».

¿Qué tiene esto que ver con la poesía? Pues todo. Cuando éramos colegiales, los profesores –en un mal sistema educativo que, no obstante, comparado con el de ahora parecía diseñado por Aristóteles– nos descubrían los tipos de estrofas, la métrica y la rima, así como un listado de autores y los títulos de sus obras principales. ¿Está de más todo eso? No, pero no se hace así. Primero, se respira la poesía, se siente. Se vive. Y luego, sólo luego, hablamos si queréis de serventesios, décimas o espinelas, cuaderna vía, redondillas y eneasílabos.

«La gente necesita poesía, aunque no lo sepa», revela José Hierro. Y ahí nos salta a la cara la pura verdad. Borges, a su vez, denunció que hay personas que aman la poesía y otras tantas que la detestan. «Estas últimas se dedican a enseñarla», aseguró el argentino. No se trata sólo de una humorada del maestro. Yo he visto a chiquillos de diez años abrir la boca entusiasmados cuando alguien les leía poesía en serio, por primera vez en sus cortos años. De vez en cuando, he ido a colegios a hablarles de Lorca y he hecho un experimento. Primero, les he leído un poema mal, como se suele leer. Después, les he pedido que juntos invocásemos al duende lorquiano y entonces les he vuelto a declamar el romance de turno interpretándolo, sintiéndolo desde las tripas. Y esos estudiantes, niños aún, se han estremecido ante la cadencia, el ritmo, la sonoridad y la magia que, como un efluvio, despiden los versos.

La gente necesita poesía, aunque no lo sepa. ¿Y qué es poesía? Lo que no se puede decir mejor. La frase que condensa al universo en tres palabras. El vuelco del corazón ante una sentencia de añeja sabiduría. Haberle susurrado a aquella señora: «Qué bien le sienta usted a ese vestido». Dejar que la corriente del lenguaje fluya recién salida de las entrañas de la tierra y se eche a rodar por el papel como un arroyo que comienza a buscar entre las piedras el impensable destino del mar. El aullido del perro que estoy escuchando ahora mismo, mientras el perezoso domingo remolonea antes de amanecerse, y que barrunta a muerto. La música interna del poema, el equilibrio de sus andamiajes, manejar los verbos con sentido de la medida, la matemática del lenguaje, escribir de tal modo que la pieza acabe exigiendo un cantaor flamenco viejo y roto que se arranque para llorar lo escrito, desear que la cosa no se acabe nunca, evaporar el tiempo a golpe de inteligencia creadora, sentir que el verso llevaba toda la vida ahí sin que lo hayamos sabido ver hasta ahora, después de tantas décadas teniéndolo en la punta de los dedos, dar con la oración exacta que aclare una existencia entera, aspirar a confundirte con Góngora o Quevedo, tomar el primer café –y que no amanece, qué lentitud tan magnífica la de las rotaciones de los días– agradeciendo su genialidad al tipo que inventó el soneto, sentir que llega el final de la columna y que aún, en estas cinco líneas, va a brotar una frase luminosa con la que finalizar. Todo eso es la poesía, y por ahí se empieza, por ahí. Antes de que al niño lo asalte toda esa gentuza para forzarlo a olvidar, pobrecito, qué hijos de puta, que necesita poesía.


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