Olimpiémonos

Yo no lo llamo por su nombre oficial, sino de este modo: el parque mitológico. Se trata de un espacio que vi levantar desde cero, partiendo del puro campo, hace ya treinta años, y en el que, con los árboles aún recién plantados y sin apenas capacidad de ofrecer sombra, recuerdo que leí, entre otros títulos, el Libro de Manuel y Rayuela, de Cortázar. Sí, claro, este último de ambos modos.

Qué mundo raro. Por aquel entonces, poco podía sospechar cuánto quedaba por delante, bueno, malo y regular –ahora, tampoco, si miro hacia el futuro–. Pero, sobre todo, cómo iba yo a saber que, pasadas estas décadas, transitaría por ese parque casi a diario, tempranero, acompañado por Yoda y por mis podcast y mis músicas, ya bajo árboles que sí permiten guarecerse bajo una sombra. Castaños que relinchan en otoño. Madroños a los que se acercan los ancianos para tomar furtivos sus frutos. Céspedes alfombrando la mañana. Y estructurando el parque, cada una en su propia órbita, estatuas del artista Ángel Aragonés que representan a personajes de la mitología clásica, en alegoría del sistema solar –incluyendo a Plutón, antes de que lo degradasen a planeta enano según las clasificaciones de despacho–. En el centro del recinto, clave del espacio, Helios, sosteniendo con mando las riendas de su carro solar. Apolo, insuflador de versos. Mercurio, de pies alados, con una bolsa en la mano, símbolo del patrocinio sobre el comercio. Y Venus, sinuosa, jamona, tentadora, apetecible. Y Gea, la madre Tierra. Y Marte, hacedor de la guerra romana contra sí misma. Y Júpiter, águila y rayo. Y Saturno, devorador de hijos y modelo para Rubens y Goya. Y Urano, castrado padre de titanes. Y Poseidón, que mece la tierra cada vez que el Atleti tropieza. Y, finalmente, Hades, acompañado por Cerbero como yo de Yoda, custodiando su reino de muertos.

Cada jornada, si ese día se me ha permitido por suerte el amanecer lento que tanto disfruto, repaso tales Campos Elíseos de extrarradio. Dependiendo de la hora, ya han cruzado por él las migraciones colegiales o se han puesto en marcha los jardineros, con sus verdes monos, su vida incierta al aire libre, sus labores vegetales. Los patos van y vienen; a veces están, otras, no. Supongo que alzan el vuelo hacia otros parques o humedales cercanos. La plaga de las cotorras, demostración de desidia institucional, de daño premeditado o, cuando menos, permitido. Tortugas melancólicas. Listos gorriones y listísimas urracas. El restaurante del centro, siempre tan mal gestionado, siempre cambiando de dueño. La iglesia, con Santo Domingo de la Calzada obrando el milagro del gallo y la gallina. Parques infantiles que se vacían, parques caninos cada vez más poblados. Bancos con mesas que incorporan tableros de ajedrez, y alrededor de los que siempre imagino a Leontxo García a la caza de nuevos talentos, espiando partidas de jugadores jóvenes. La zona de la petanca, con sus jubilados, resistentes al frío, al calor y a los sucesivos gobiernos.

A veces, el Olimpo se encuentra más cercano de lo que imaginamos. No en montañas lejanas. No en desiertos remotos, que diría el otro. Más bien, a la vuelta de la esquina, pisándonos los talones, tan cerca que no nos percatamos. Si valorásemos lo que tenemos, deberíamos ser tan felices como reyes, asegura Stevenson, que parte de la idea de que los monarcas son felices; yo eso no puedo saberlo.

Pasear por ese parque supone una tregua. Además, apenas hay cobertura telefónica, como si Zeus, en efecto, nos protegiera. Sin llamadas inoportunas. Sin mensajes que amenacen la buena arrancada matinal. Sin perturbaciones.

Por aquí pasaban antes los pastores con sus rebaños. Fueron sustituidos por los dioses planetas, los errantes, los que no se detienen. Falta Selene, me parece, ahora que caigo. Pero una luna de verdad, lorquiana y desnuda, transita cada noche los cielos del parque y completa así, con sus pespuntes blancos, la obra del artista. Olimpiémonos, amigos, paseando en paz, ajenos a la aridez a la que pretenden conducirnos. Olimpiémonos, seamos tan felices como Stevenson. Creemos, creamos, queramos. Olimpiémonos.


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