Hace muchos años, andaba yo por el Retiro de Madrid en busca de gente a la que entrevistar para la radio. Se trataba de una sección en la que se abordaban temas de actualidad, tales como el euro, el paro o las medidas del Gobierno de Aznar, que era quien estaba en la Moncloa entonces.
Yo salía a la calle, recogía la opinión de los ciudadanos y luego los montaba en una pieza de uno o dos minutos. Estaba bien. Se escuchaba a la gente, y yo procuraba que tuvieran presencia opiniones distintas, coincidieran o no con la mía.
En otoño de 2001, EEUU estaba a punto de atacar Afganistán, bajo el mandato del presidente Bush, el hijo. Apenas habían pasado unas semanas del derribo de las Torres Gemelas en Nueva York, y el mundo andaba conmocionado.
De modo que una mañana salí al Retiro, como digo, en busca de la opinión de los viandantes. Entre otros asuntos, preguntaba yo aquel día si creían que EEUU atacaría Afganistán -como así fue- y qué les parecía.
Paré a un señor de edad provecta. Ahora lo recuerdo como alguien delgado, alto, con barba blanca. No sé si su figura ha sido alterada por el tiempo y mi memoria. Pero recuerdo la anécdota a la perfección.
– ¿Qué opina usted del asunto de Afganistán? ¿Cree que EEUU va a invadir el país?
– No lo sé. No conozco.
– Pero algo opinará del tema. ¿Está de acuerdo con que los norteamericanos entren en suelo afgano?
– Que no lo sé. Que yo no conozco el asunto.
Inocente de mí, con mis veintitantos años de entonces, seguí insistiendo. No me di cuenta de que aquel señor no era un desinformado cualquiera. Todo lo contrario. El tipo se fue calentando al ver que yo no cejaba en mi empeño por obtener una opinión suya. Él repetía que no conocía. Yo achuchaba. Y cada vez peor. Hasta que el señor estalló. A voz en grito, en plena glorieta del Ángel Caído, con los brazos en alto, tras unos minutos de impertinencia por mi parte, él estalló.
– ¡Que no conozco, le estoy diciendo, joven! ¡Yo no puedo opinar sobre el asunto por el que me pregunta porque no tengo información! ¡No conozco! ¡Sólo sé lo que dicen los medios de comunicación, y eso es lo mismo que no saber nada! No he estado allí, no sé qué intereses hay detrás de las noticias que nos ofrecen, no sé de qué manera me influye a mí todo eso. ¡No conozco! ¿Se entera de una vez? ¡No conozco y no tengo modo de conocer nada de ese tema ni de ninguno de los que salen en los telediarios! ¡Y sin conocimiento no puede haber opinión!
Aseguro que su rapapolvo fue algo muy parecido a lo que acabo de escribir. Todavía me sobrecoge la visión de aquel señor alejándose de mí, dejándome más quieto que la estatua del diablo de aquella glorieta, y gritando: «¡No conozco! ¡No conozco!»
Lo cierto es que, pasadas casi dos décadas de aquello, considero que recibí una lección de periodismo como pocas otras veces. Desde luego, muy superior a mucho de lo que vi en la Facultad de Ciencias de la Información y también de lo que he vivido en redacciones de todo tipo.
Porque juzgo que aquel buen hombre -ojalá siga vivo y disfrutando del vino- tenía razón. Y lo hago extensible al resto de temas. No conocemos. No tenemos ni idea de lo que hay detrás del telón de sobreinformación que nos vomitan de continuo a través de los medios, de internet, de sus canales de distribución.
En el asunto del llamado coronavirus se percibe con claridad. ¿Qué hay de cierto? Lo único seguro, creo, a estas alturas, es que las instituciones públicas mienten. Sin descanso. Todo lo que huela a poder, miente.
¿Y dónde está la verdad? ¿Hay virus? ¿No lo hay? ¿Qué ocultan? ¿Es todo un tinglado del poder real que se esconde detrás de los gobiernos para cambiar el mundo y conducirnos a una nueva era de esclavitud y sometimiento? ¿Hay alguien ahí?
No lo sé. No conozco. Sin información -y no la tenemos-, no puede haber opinión. Eso lo aprendí bien aquella mañana en el Retiro. No conozco, insisto. ¡No conozco!