De entre los muchos aspectos tristes y lamentables de la situación provocada por el coronavirus, voy a referirme a uno que no es nuevo, que viene de atrás y que encarna, a mi juicio, uno de los principales males que nos aqueja. Se trata de la concepción de hinchada futbolística que se tiene de la política. En España, parece que se es de uno o de otro partido como si nuestro corazón, nuestra alma, nuestros pensamientos fuesen propiedad de un bando en concreto. Así, los hay de izquierdas, de derechas, del PSOE, del PP, de Podemos, de VOX… Ese sentimiento de pertenencia impone juzgar los acontecimientos desde una óptica predeterminada, de modo que ante los mismos hechos la opinión cambia en virtud de si los actores son o no «de los nuestros».
Hoy en concreto, 5 de abril de 2020, compruebo que ante el incremento de medios de comunicación que se han negado a seguir participando en las ruedas de prensa amordazadas que organiza el Gobierno, muchos de los mensajes se dedican a recordar lo que ocurrió con el famoso plasma de Rajoy, cuando el entonces presidente compareció a través de una señal interna de televisión en una suerte de autoconfinamiento surrealista y ridículo. Y a eso me refiero: ¿es que no quedamos ciudadanos que no nos sintamos asidos a la obediencia a un partido o a una ideología que nos llega ya dada?
Mi postura ante esto es clara: siento un desapego absoluto por todas y cada una de las organizaciones políticas existentes, sin excepción, y desde ese distanciamiento entiendo al mismo tiempo que Rajoy hizo el ridículo cuando lo del plasma y que no es aceptable que un Gobierno ofrezca una comparecencia en la que los medios no pueden preguntar con libertad. Me siento, en definitiva, en las gradas de un estadio de fútbol, contemplando con tristeza que en los fondos opuestos se agitan los ultras de unos y otros lanzándose entre sí reproches que además vienen programados por sus jefes de opinión y que han sido vertidos por el cauce habitual, su propia prensa. En esto incluyo a la gente de a pie, pero también a una mayoría de profesionales de los medios que, lejos de mantener la imparcialidad que se le tendría que suponer, se integra en la hinchada, como unos ultras más.
¿Y entonces? ¿Cuántos ciudadanos quedamos sin bufanda ni camiseta de unos u otros? No pertenecemos, no deberíamos pertenecer a ningún partido. No existe ninguno que sea «de los nuestros», salvo que estemos a sueldo directo de esas empresas, pues como tal funcionan. Esto no va a cambiar, desde luego, y mi única esperanza radica en que seamos bastantes los particulares que no sintamos que somos «de ellos», porque «ellos» no son «de los nuestros». Es comprensible que cada cual tenga más o menos simpatías por unos o por otros, pero no que dejemos que tales inclinaciones nos dicten el modo de ver la realidad hasta el punto de cegarnos. Eso lo que está ocurriendo en gran medida.
Sin la venda de las ideas a priori, ¿quién se atrevería a negar que estamos, cuando menos, ante un Gobierno conformado por incapaces y negligentes? Podríamos discutir si otros lo hubieran hecho mejor, aunque me temo que cabe poca duda de que nadie lo hubiese hecho peor. Cuando tomen el relevo los siguientes, cosa que harán supongo que en breve, no habrán llegado «los míos». En absoluto. Habrán llegado otros, probablemente tan malos como los anteriores. Quizá hasta peores. Y de este modo llevamos décadas. Pero una de las razones por las que seguimos gobernados por gente así es precisamente el que hayamos dejado que nos convenzan de que somos de unos o de otros. Actúan con impunidad porque parten del hecho de que les pertenecemos.
Llamo a la cordura que propuso el tan querido Aute: reivindicar el espejismo de intentar ser uno mismo. Ése sí que era de los nuestros. Y no sé por qué, pero siempre acabo recordando una de las geniales frases de otro grande para mí, Javier Krahe: «Entre los lúcidos cunde el desánimo».