Amaneció el primer día después de Morante, y no es poco, pues anoche, por momentos, dio la sensación de que el mundo había quedado desconectado de sus ritmos y sus rotaciones, como si al desprenderse del añadido, el torero hubiese cortocircuitado todas las cosas.
El domingo al completo quedará como una jornada diseñada para combatir al olvido. Por la mañana, Curro Vázquez y César Rincón descorcharon botellas de vino añejo que hacía muchos años que no se paladeaban. Por la tarde, Fernando Robleño se fue de la profesión a hombros, por cuadrillas, mientras Madrid hacía honor a su condición de capital del toreo y removía los cimientos del mismo cuando Morante de la Puebla, de malva y oro, homenajeaba a Chenel, recién repuesto de una voltereta que bien lo pudo mandar a la enfermería, se puso delante del Garcigrande, talló la perfección en veinte muletazos y un estoconazo y dio por finalizada su carrera. De este modo, con cuarenta y seis años recién cumplidos, señala el camino a seguir a muchos otros que, sin alcanzar sus excelencias, apuran los años colocando a las caravanas de aficionados que van y vienen por las rutas del toro una mercancía de frescura y vigencia dudosas.
En el percance, Morante quedó bocarriba, tendido sobre la arena. Madrid se temió lo peor, pero entonces, cuando acudían los capotes al quite, su mano derecha se alzó, pidiendo ayuda, pidiendo que alguien le ayudase a levantarse. Esa mano, lenta en el aire conmovido, solicitando auxilio, era la de José Antonio exigiendo que socorriesen a Morante, porque sabía, José Antonio sabía, que Morante no había terminado su obra. Le quedaba muy poco. Le faltaba sólo una perfección más, una genialidad última: la de irse.
Con el mismo valor con el que torea, olvidado del cuerpo, desentendido del físico, derrochando proezas estéticas y técnicas sin darse importancia, echando a volar las telas como bandadas de fénix, con ese mismo valor, se pasó por el fajín al destino, al dinero, a la fama, a las ganas de prolongar su mejor momento profesional, a las legiones de seguidores, a los palmeros, a los detractores, al culto al líder que se está gestando… y se fue. Entró a matar al tiempo y dejó en la historia una estocada en todo lo alto. Cubrió con la estatua de Chenel el vacío que había dejado Antoñete y que sólo él mismo supo reivindicar, y a la vez creó otro vacío: el de sí. Se acabaron los toros cuando se fueron Lagartijo y Guerrita, y cuando murió Joselito, y cuando murió Manolete. Se acabaron los toros ayer, con la marcha de Morante. Pero los toros se acaban sin acabarse, reverdeciendo en otros nombres y otras ilusiones. Se fue Morante, defensor de la buena caligrafía en tiempos de borrones de tinta apresurados. Se fue Morante, fino paladar entre sabores de plástico. Se fue Morante, enviudando a los poetas.
El mundo sin Morante acaba de nacer, apenas es un bebé ocupado en sus primeros llantos. Ayer se lloró mucho en Madrid. Cómo llora, cómo calla, cómo discute Madrid. Y no sabemos hacia dónde irá este mundo al que le han extirpado a Morante, un mundo tan nuevo y nacido antes de cuentas. Pero aquí está. ¿Qué querrá ser de mayor? ¿Querrá tomar la senda de la nostalgia lastimera o la reivindicación de las cosas bien hechas, como las hicieron ayer Curro Vázquez, César Rincón y el propio Morante? ¿Querrá olvidar cuanto antes y esperar a que pasen quince o veinte años hasta que a alguien se le ocurra montar un festival para alzarle una estatua? ¿Sabrá el mundo vivir sin Morante? ¿Sabrá Morante vivir sin este mundo? ¿Cuánto vale lo que aprendimos, nos emocionamos, sufrimos, contemplamos y disfrutamos ayer –cuánto vale: no confundir, como dice Machado, valor y precio–? ¿En qué telas anida la esperanza? En pocas, y algunas, ay, también con el tiempo encima. ¿Entonces? ¿Se obrará de nuevo el milagro taurómaco de hacer aparecer a quien más se necesita cuando más se le necesita, regalando un Manolete o un José Tomás?
Dime, José Antonio, dime, ¿qué voy a hacer sin Morante? ¿Por qué nos busca el olvido?