Momo

Hace dos o tres semanas, en el encuentro que disfruté con la gente del foro de novela histórica Hislibris a colación de mi Sherlock Holmes y el misterio de las voces húngaras, en Ediciones Evohé, volvimos el editor Javier Baonza y yo a jugar como chiquillos despreocupados, lo que somos. Emulando al protagonista, Antonio Blanco, invitamos a los asistentes a dibujar en la postal diseñada por Sandra Delgado la portada del libro al que les gustaría viajar. Uno de los participantes, Francisco,un hombre observador, comedido y sensible, dibujó una tortuga, un reloj de arena, una flor y un cigarro que convertía el papel en ceniza. Se trataba de Momo, de Michael Ende. Cuando le preguntamos por qué ese título, Francisco admitió que le encantaría conocer a la niña, a la protagonista, a Momo, porque ésta sabe escuchar. Momo es su amiga, así lo siente él, del mismo modo que yo mantengo una relación fraternal con D’Artagnan, Alonso Quijano, Poirot, Ulises, Gandalf o Jim Hawkins. ¿Se puede ser amigo de un personaje de ficción? Sin duda. Queremos más a esta gente, compartimos más con ellos y nos sentimos en su presencia más comprendidos que junto a otros muchos denominados reales y que puede que nos encontremos a diario en el ascensor, el trabajo o el bar.

Momo es una novela impresionante en el sentido estricto de la palabra. Ende sabía lo que hacía cuando dio a luz estas páginas que tanto encierran. La publicó en 1972, pero si me decís que lo hizo ayer mismo, lo creería sin dudarlo, porque disecciona el mundo presente con una precisión de cirujano –de buen cirujano, se entiende– y además lo hace con una capacidad analítica sobresaliente que le permite mostrar las distintas capas que la proteica realidad ofrece. La buena literatura cuenta con el talento de la anticipación, algo inexplicable, se adelanta a su tiempo, y además posee la virtud de mantenerse vigente pese a la fuga de los años y las décadas.

Michael Ende se escapó un rato de su otra gran obra, La historia interminable, para escribir lo que nos pasa ahora mismo. Y ahí lo tenemos, en una novela que, como tantas otras, está catalogada como de infantil, limitando así su alcance, no sé si de manera torticera o simplemente casual. Un libro infantil es aquel que puede ser leído provechosamente tanto por niños o jóvenes como por adultos, quizá otro día podemos hablar de esto. Pero Momo, insisto, de Ende, revela lo importante en sus veintipocos capítulos. Ahí están los hombres de gris fumándose nuestras horas, parasitándonos, obligándonos a vivir una vida que no es nuestra, que nos aboca a marchitarnos, a pudrirnos, a malvender nuestra preciosa existencia en pos de ridículas metas y preocupaciones que actúan como el queso en la trampa para el ratón. Ahí está la causa de nuestra prisa, de nuestra infelicidad, de nuestra manera de aislarnos de los demás, hasta del pernicioso urbanismo que padecemos y que va convirtiendo las ciudades en jaulas inhabitables.

Pero como sostiene Enric Rufas, mi buen amigo dramaturgo y guionista, hay que dejar al espectador, al lector, una escapatoria, una forma de esperanza. Por eso Michael Ende, además de ofrecer un diagnóstico certero de la enfermedad, también nos brinda la cura. Tan sencilla, tan eficaz, tan demoledora. ¿Que cuál es? Coño, preguntadle a Momo, que también es vuestra amiga.


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