Matar

Matar es fácil, dice Agatha Christie, que de esto sabía bastante, no en vano se pasó toda su vida inventando nuevas formas de acabar con alguien para que luego llegaran Hércules Poirot o Miss Marple a desentrañar la madeja y explicarnos lo que había sucedido.

No sé si tiene razón la escritora –ella es uno de mis vicios literarios– pero esa mano tan hábil para dispensar la muerte se mostró menos firme a la hora de acabar con su propia creación, con el propio Poirot. Christie amaba al detective belga, al que dotó de una exquisita sensibilidad culinaria, estética y social. Cuántas horas pasaron juntos esos dos, uno en la cabeza de la otra, siendo vivido mediante sus manos sobre el papel. La creadora contó la muerte de Poirot en la obra Telón, la última de las funciones del sabueso bon vivant. La escribió a principios de los años cuarenta y dejó la novela en una caja fuerte. Telón se publicó en 1975, ella murió en el 76 y finalmente otra obra escrita más de treinta años antes, Un crimen dormido, sí que salió a la luz tras la marcha de la autora. Se trata del último caso de Miss Marple, que por cierto, también se escribió en los cuarenta y fue custodiada en ese mismo cajón. Matar a tu personaje, seamos sinceros, no es fácil, al contrario de lo que enunció la propia Agatha Christie. Los autores y las muertes de sus personajes, qué tema para un lunes, esto no os lo esperabais. Ni yo.

En el caso opuesto tenemos a Conan Doyle, que detestaba a Sherlock Holmes, y por eso intentó finiquitarlo. No se lo permitieron, y debió convivir con él para siempre. Doyle quería ser Walter Scott, un escritor de altos vuelos, y la novela detectivesca por la que pasó a la posteridad y que tanta fama y dinero le dio le parecía a él mismo un género menor del que avergonzarse. Pero Sherlock, más listo y resistente que su creador, se impuso.

A Cervantes le duele sobremanera el ocaso de Alonso Quijano. No quiere dejarlo vivo, en manos de un nuevo Avellaneda que lo mancillase,y lo hace morir cristianamente, de manera sosegada, tras haber recibido los sacramentos y en compañía de seres queridos. Y se conmueve al describirlo, como bien percibe Borges en la duda emotiva que tiñe el texto: a Cervantes le tiembla su única mano, con la que mata a su criatura. «Dio el espíritu: quiero decir que se murió».

Ya hemos comentado alguna vez lo de Baroja, un hombre para el que la vida es lucha descarnada y que no ve justicia por ningún lado. A mí me cuesta. Él, a sus personajes, después de haberlos utilizado para dar fe de la sordidez de este mundo, le puede la misericordia y regala una muerte indolora a quienes son incapaces de soportar más el dolor de la existencia. Un crimen de piedad, diríamos. Él mismo tenía esta cuestión pendiente, y su tesis como médico versa sobre el dolor.

Yo he dudado mucho a la hora de matar a mis personajes cuando la novela o el cuento me lo han exigido. Cada vez me cuesta más, de hecho. Matar no es fácil, queridísima Agatha, maestra; máxime, cuando matas a quien amas. Qué oficio tan exigente en lo emocional. No me extraña que Galdós, apagándose, implorase la visita del doctor Centeno para que lo asistiera. Llamó a su propio personaje, como muchos moribundos reclaman a su madre, sabiendo quizá que ya no había remedio para lo suyo y que sólo le quedaba como recurso el milagro literario.

No va mal para empezar la semana, sacudiéndonos así las tentaciones homicidas que entran cuando uno es alcanzado, aunque sea de refilón, por esas noticias de crímenes reales, de los asesinatos del poder. Cada día es más difícil no acabar llamando a gritos a Poirot: quiero decir a David Suchet.


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