Más tiempo

Parece que ha tocado nervio la columna de ayer sobre el tiempo. Sigamos por ahí, porque nunca queda todo dicho sobre los temas importantes. «Han pasado los días como hojas de libros sin leer», dice un verso de Sabina claramente escrito o pactado con Caballero Bonald. Y ésa, exactamente ésa, es la cuestión. Que gastamos soles enteros en la vacuidad. Que las jornadas parecen profesores dictando una lección que nadie escucha. Que caen las hojas de los calendarios como si todos los días perteneciesen al otoño.

El eterno retorno de Nietzsche ha derivado en una comedia grotesca que consiste en que vivimos todos los días el mismo día. Se parece a la película aquella de Bill Murray en que el tipo quedaba atrapado en el tiempo, en lo de la marmota. Hasta que no aprendía a tener sentimientos no escapaba de esa cárcel temporal. Pero nosotros ni siquiera sabemos qué hay que aprender para que nos saquen de aquí. ¿Tener sentimientos? Los tenemos. Heridos. Quienes carecen de ellos son los que mandan y sus empleados. ¿Percibir con claridad? Vemos claramente lo que hay, con un sistema que nos detesta y al que no debemos conceder ni una confianza. ¿Esperanza? A lo mejor ésa es la lección, aprender a vivir sin ella.

En la novela El fin de la eternidad, Isaac Asimov cuenta un mundo donde el comercio no se produce entre distintas regiones, sino entre diferentes siglos, viajando en el tiempo. Y ojo, porque en esa alegoría puede haber más verdad de lo que parece. Yo mantengo comercio diario en la memoria y en el corazón con personas que ya no están o a las que ya no veo. Y como me pasa lo de escribir, pues ahí los convoco, los resucito, los vuelvo a ver y sigo hablando con ellos. Y discutiendo, a veces. Qué tercos son…

Thomas Mann se asombra de que el espacio nos separe más que el tiempo. Pero algo de eso debe de haber. Tu mujer se va al trabajo y se olvida de ti. Pero han pasado treinta años y se sigue acordando del novio aquel. Y si quedaba alguna posibilidad de certeza, con Einstein se esfumó, cuando el buen hombre rizó el rizo, rompió el tablero y mezcló ambos conceptos. Era muy de dualidades Einstein. Es esto y lo otro, todo a la vez: el espacio y el tiempo, la energía y la masa, la luz como onda y como corpúsculo. Así se fundan muchas religiones, como la que a él le fundaron, la de la ciencia asumida como hecho religioso.

Puede que esta columna sea la misma que la de ayer, sólo que ya abordando la cuestión del tiempo como un sarcasmo, y no como un problema. Como una mala broma, pesada y que no viene a cuento. Y eso sí que no lo soporta la muerte –que encarna el fin del tiempo–, que te rías de ella. Nos deja sonreír, confiada, sabiendo que ella reirá la última.

Pero quién sabe, quizá nos echemos un amigo poeta, novelista, cuentista, que nos traiga de vuelta en sus escritos. A mí, si es para seguir como ahora, que no me llamen, ya lo aviso, que me dejen allí, leyendo. Porque el más allá, esto es muy importante que lo sepamos, cuenta con una biblioteca con todo lo bueno que se ha escrito y se va a escribir. Y allí no escasea el tiempo, claro. No sé, casi que dan ganas… Pero no, qué carajo, que esperen, ¿no os parece?


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