Se habla del efecto Mandela, que parece consistir en la persistencia de un recuerdo falso que comparten muchos en distintas partes del mundo. Viene esto de la extendida creencia de que el que abogado sudafricano murió en la década de los ochenta, cosa que no ocurrió. Yo no recuerdo haber creído que Mandela estuviese muerto antes de tiempo, pero sí que me ha ocurrido con otros personajes, como con el periodista Ángel Casas, ahora ya sí fallecido, pero que prematuramente yo pensé jubilado de este manicomio.
Otro caso que se suele citar al respecto es el ocurrido en España a finales de los noventa, cuando una mañana nos despertamos con un gentío comentando lo ocurrido con el cantante Ricky Martin la noche anterior, en un programa de televisión de cámara oculta. Trabajaba yo por aquel entonces en la radio, a la que llegaba antes de que amaneciese para preparar los guiones de un programa matinal, y sí tengo muy presente esa redacción alterada parloteando sobre lo que habían visto hacía unas horas, con una supuesta escena sexual, una joven, un perro, un tarro de mermelada y el tal Ricky Martin oculto en un armario. Aquella gente aseguraba haberlo visto en directo. Yo, que ni siquiera tenía tele en casa durante esa época, no daba crédito a lo que escuchaba, y me costaba creer que una cadena hubiese emitido algo así. Hoy en día sí lo daría por factible, dada la degradación moral que desde arriba se ha fomentado entre la sociedad con la connivencia de la miseria moral de una parte no desdeñable de los propios afectados.
La escena de Ricky Martin era falsa. Jamás hubo tal. Sin embargo, aquellas personas me aseguraban excitadas haberlo visto. Y me surge la siguiente reflexión: eso no es el denominado efecto Mandela. No se trató de un recuerdo ilusorio, sino de un grupo de personas mintiendo a las claras, diciendo que habían visto lo que no habían visto. Esto sigue ocurriendo. Morante de la Puebla cortó un rabo en la Maestranza sevillana y es un logro hallar aficionados taurinos que no te digan que presenciaron el hecho histórico in situ. Si todos los que me han jurado haber visto a Morante cortar ese rabo hubiesen estado allí, la Maestranza aforaría un millón de espectadores. Sí que estuve en la puerta grande del diestro de La Puebla en Madrid, este año, lo cual me hace afortunado, pero no mejor ni peor que los demás.
Esto de decir que uno ha visto, ha leído o conoce lo que desconoce, insisto, es un fenómeno antiguo. En la universidad, recuerdo a estudiantes que con dieciocho años te decían que ya sabían todo de todo, que no había libro que no hubiesen degustado, que no existían película de la que ellos ya no tuviesen formada opinión; cuanto más raro fuese el director, con más ahínco te defendían su condición de expertos en la materia. Se trataba de adolescentes con miedo a admitir que no conocían. Y así seguimos. Un compañero actual de trabajo, con muchos años encima, no hace mucho que me insistía en que él ha leído todo Baroja. ¿Todo?, le dije yo. Todo, repetía ufano. Le cité unos cuantos títulos de don Pío, desde los más conocidos hasta los más pintorescos. Nada: él había leído todo Baroja. Le pregunté por algunas novelas cuyo título inventé. También las conocía. Este truco lo empleaba yo mucho en esa adolescencia universitaria para distinguir a los impostores.
Cuento todo esto porque el fenómeno, como digo, se sigue repitiendo. En una época de sobreinformación, reconocer que no se conoce supone un logro titánico. En la tertulia de ahí abajo tenemos a un señor que padece fobia a no ser el que más sabe de cualquier cosa. Hace poco anduvo enunciando barbaridades sobre Einstein, al que él aseguraba conocer al dedillo. No había leído nada del físico alemán, de ahí las bobadas que soltaba.
No conozco. Es la frase más científica, propicia al saber y honesta que existe en la actualidad. Nunca entendí por qué hacían eso. Sigo sin entenderlo. No conozco por qué tienen esa manía de pasar por sabios, entre tanta masa necia obedeciendo a criminales. No conozco. Vaya panorama que tenemos por delante.