Si a mí no me molestan que me llamen puta, lo que me molesta es el tono con el que me lo dicen. Eso sostiene la humorada, en una frase que puede parecer procaz pero que contiene una reflexión alumbradora en cuanto a la importancia del tono que se emplea al enunciar.
Además de la cuestión de lo peyorativo que pueda resultar lo que se suelta por la boca –o por el teclado–, tenemos también el asunto, no menos importante, del desgaste de los vocablos, que van acumulando sobre sí capas de sentido y que acaban por perder el original o por ver cómo esa intención primigenia queda desvirtuada o alterada. Un buen ejemplo lo tenemos en los términos dictador o sátrapa, empleados en principio para señalar a quienes se hacen cargo de las decisiones en cierto lugar pero que, al cabo de los siglos, han derivado hasta lo acusatorio, casi hasta el insulto.
Sirvan los anteriores párrafos como preámbulo para tratar un asunto que ayer nos ocupó durante la tarde en esta tertulia al fresco de X-Twitter. Escribí una frase que decía: «No son mandatarios. Son mandados». Y Váitovek, siempre atento a los detalles, salió al quite para recordar que se trata de sinónimos. «Es que mandatario es lo mismo que mandado. En el mandato manda el mandante, no el mandatario», contestó él. Estamos ante la misma estructura presente en arrendador–arrendatario, efectivamente. Muy oportuno el apunte del gran Váitovek, como suele.
Sin embargo, yo insisto en la distinción, porque sí que nos hallamos ante ese fenómeno que citaba antes, el de la palabra cargada de significado sobrevenido por el uso. Mandatario se emplea, actualmente, despojado de la precisa distinción hecha por nuestro querido contertulio. Los titulares de la prensa se trufan con el empleo del término como sinónimo de gobernante. «El mandatario ruso se reunió con su homólogo estadounidense». «Reunión de mandatarios en Bruselas para tomar decisiones cruciales en lo económico». «El mandatario español desgranó las claves del acuerdo alcanzado en Bélgica respecto a Cataluña».
El mandatario no manda: es mandado. Pero hay que recordarlo, porque tienden a hacer que se nos pase por alto la distinción. Mandatario contiene un prestigio en el tono del que carece mandado. «Tú eres un mandado», se espeta, queriendo significar la nula voluntad del actuante, mera correa de transmisión de quien realmente manda.
Y ése es el quid de la cuestión: quién manda. Pero no quién manda en España, Portugal, Marruecos o la China. Quién manda en el mundo. Cada vez se repite más esta cuestión. Cada vez se hace en voz más alta esta pregunta. Y es porque ya ha quedado patente, percibido sin lugar a dudas, que los rostros que aparecen sobre las tribunas de Congresos, Senados y palacios presidenciales no mandan nada. Están puestos ahí por otros, que son quienes realmente dirigen. Dirigente sí es un término justo.
Así, mandatario va recuperando su sentido original, que jamás debió perder, porque a nadie con dos neuronas conectadas se le escapa ya que ni Sánchez, ni Macron, ni Von der Leyen, ni ningún Borbón o Windsor, ni Trump, ni Putin, ni Xi Jinping, ni ninguno, pintan nada. Sólo obedecen órdenes. Órdenes emitidas contra nosotros. Son títeres, como a su vez apuntaba Spaulding, otro amigo tuitero. Probablemente títeres en manos de otros títeres. Pero si hablamos de títeres, que se haga cargo Lorca de contar todo esto, y no los geoestrategas. Para explicar el mundo actual, menos expertos y más Polichinela, Arlequín y Colombina. Cómo les molesta que no los tomemos en serio, que nos hayamos percatado de la trampa, que nuestra atención se quede con nosotros y para ellos queden sólo el rechazo, el desprecio, el asco.