Parece que el cuerpo lo sabe. Busco el despertar felino que me es tan propicio, descansado y satisfecho de horas de sueño, y pretendo trazar el mapa del día mentalmente para luego lanzarme a la caza, con sigilo en principio pero sin dar opción al asestar el golpe, de modo que el ataque resulte certero e indefendible. Así deben de hacerlo, creo yo, los más eficaces depredadores: el leopardo, la jineta, el búho.
Pero el cuerpo lo sabe, digo. Sabe que la primera de las tareas que me había impuesto para la presente jornada consistía en escribir esta columna sobre Antonio Machado, con la esperanza de que constituyese una placentera lectura dominical e invitase a conocer más del poeta. Y el cuerpo, que entiende más de poesía que el alma y que todos los catedráticos, se niega a otra cosa que no sea la contemplación y el darle vueltas a las ideas. Como Machado en sus versos, que él emplea a veces para interrogarse a sí mismo y hallar la verdad última tras las apariencias. «¿Tu verdad? No, la Verdad. Y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela».
Esa búsqueda incesante de lo cierto por su parte, en la que seguramente anduviese durante las últimas horas, le dictó las palabras postreras halladas en un papel dentro de uno de sus bolsillos: «Estos días azules y este sol de la infancia». Con qué perspicacia detectaba el sevillano las trampas del ser: «También la verdad se inventa». El fingimiento, la vida como un escenario sobre el que es tan complicado pisar sobre seguro. «En el principio era la máscara». ¿Así que Machado también poseía una máscara? ¿Así que su torpe aliño indumentario, como él definió lo que los pedantes llaman ahora outfit, es decir, la ropa, se limitaba a la estética?
Ni mucho menos. Existe una irrenunciable ética en él. En ese constante anhelo suyo de algo seguro se revela una soledad inmensa –no en vano así nombró a una de sus más celebradas agrupaciones de poemas, Soledades, a ver quién supera eso; yo lo intenté temerario con un poemario fundacional al que titulé Añoranzas–. Qué solo estaba Machado, viendo al mundo correr tras la nada, aconsejando al boxeador que lo dejara en paz y, que si quería gresca, se las zurrase con el viento.
Machado es asonancia, octosílabo y un campo de Castilla que añora a Bécquer a la espera de Delibes. Y una ética, insisto, la ética del laborioso y del honesto. «Todo necio confunde valor y precio». «El hacer las cosas bien importa más que el hacerlas». En estos dos golpes de muñeca, por cierto, desmonta de cuajo el actual negocio del coaching.
Y el otro. Machado busca al otro para pasear, para conversar y para sentir compañía, aun en silencio.«Los ojos en que te miras son ojos porque te ven». Y lo repite dándole otra forma: «El ojo que ves no es ojo porque tú lo veas; es ojo porque te ve». Se reconocía en el otro, pretendía el diálogo, la palabra, la razón. «Acaben los ecos. Empiecen las voces». Donde Unamuno veía a un contrario, él vislumbraba a un compañero.
Tiene algo de oriental, de exótico, de lejano, de hacedor de haikus, este hombre cuyos recuerdos principiaban en un patio de Sevilla. Quienes nos hemos dejado alcanzar por el zen, aspiramos ese son en lo machadiano. A Leonard Cohen le fascinó Lorca, pero cuánto tuvo de Machado. Sabía éste ya que al vaso le otorga su forma el vacío que contiene, lo que no es, lo inesperado. El abandono. «Encuentro lo que no busco».
Llevo años defendiendo la idea de que un poeta se distingue por su concepto del tiempo y por lo que consigue con él en su versificación. En Machado, el tiempo no transcurre, pero no porque no exista o porque él le haga el vacío como un modo de desprecio, sino porque está superado, vencido, asimilado. Ha pactado con él, ha llegado a un entendimiento, como buen conversador hábil a la hora de alcanzar acuerdos. Y en su frase estelar, para mi gusto, se condensa todo lo suyo. «Hoy es siempre todavía».
«Si don Antonio volviera, yo sería su escudero. ¡Qué gran ser humano era!». Me he topado con estos versos, que emulan a Alberti hablándole a Garcilaso, en la vieja antología de Austral que me acompaña desde los quince años. Fueron escritos a lápiz por aquel jovencito que fui yo y que comenzó, ay, tan pronto, a transitar ciertas veredas polvorientas de la tarde. Las veredas de Machado. Y el cuerpo lo sabe, os decía. El cuerpo aún lo recuerda. Hoy es siempre todavía.