Los placeres II

El placer como alivio, no como meta; como trago de agua fresca en mitad de la cálida jornada. El placer domado, sin dejar que tome las riendas y extienda su imperio sobre ti. Pero supone un peligro, reconozcámoslo, porque posee la capacidad de vaciar el resto de estancias. La búsqueda del placer, como un Santo Grial, ha perdido a muchos y los ha conducido a la ciénaga de la infelicidad.

Por eso se hablaba aquí hace un par de semanas del pequeño placer, de una melodía gustosa, de una comida hogareña, de saber parar y disfrutar del paisaje. Pueden parecer pocos, o simples minucias, pero estos gozos que se va encontrando uno por el camino sostienen cuando más aprieta el mundo, al borde del precipicio.

El olor de la página del libro, bueno si es nuevo, y mejor si es antiguo. El crujir del pan recién hecho y el chorro de aceite esperándolo. La risa de los niños. El perro saludándote como si regresases de las Cruzadas o de Troya, aunque sólo vengas de tirar la basura. Evitar multitudes y atascos. Caminar por la arena de la playa al amanecer, antes de que broten las huestes bañistas. El jamón exudando felicidad. La almohada libre de culpas. Saber que recuerdas la voz exacta de los que se fueron, que por lo tanto no se irán nunca del todo, y poder evocarla. El salmorejo de una madre, darle la razón a un padre, la tenga o no, las manos de la abuela amasando postres, los abuelos infantilizándose con sus nietos. Andar por un centro comercial y sobrevivirlo sabiendo que no necesitas nada de lo que allí se ofrece. Callar. Resistir a la provocación del lenguaraz. Meterse en el cine, suspendiendo lo de fuera, como si te fuese a gustar la película. Leer a la sombra tras un chapuzón veraniego, especialmente novelas en las que arrecie el frío y nieve. Andar por el campo escuchando el silencio coral de los olivares. La comunión en penumbra de la carne. El café incitando las primeras líneas de cada jornada. Acabar de trabajar satisfecho de lo realizado y no pensar más en ello. Una verónica morantista. Deambular por el Museo del Prado aprendiendo la técnica narrativa de los maestros de la pintura. Sentir la música de las matemáticas en compañía de la niña. Un abrazo sin puñales. La candela de la tertulia con los paisanos de ahí abajo. Las librerías de viejo rejuveneciéndonos. Desoír las mentiras oficiales. Poder decir que no. Las fatigas del viaje como retos. El sillón de la biblioteca con todos esos señores de los estantes deseando susurrarte sus misterios. Unos versos redescubiertos, como leídos por primera vez. Comer con hambre. Cantar en carretera, a lo que den los pulmones. Una caligrafía hermosa, realizada con amor. El humo esparciéndose sobre los efluvios del vino charlado. Un beso sin balas en la recámara. Vencer otra vez al Balrog sobre el abismo interior. Y soñar, despierto o no. Y la ausencia de dolores. Y llegar al final de la columna y quedar escrito, apto ya para la llegada de más palabras. Y el deber. Y el consuelo del olvido. Y que nada de todo esto constituya una obsesión.


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