Los placeres I

Ya le dije hace muchos años a aquel señor que custodiaba el camposanto de Lisboa, y que había nacido en Barcelona, según me contó, que a mí no me iban a engañar con ese nombre: Cementerio de los placeres. Por mucho que en portugués sonara casi apetecible, no lo vi. Y sigo sin verlo. A quién se le ocurre nombrar de ese modo a tan sensible lugar. Pero el placer, qué temazo. En singular, tiene algo de abstracto, de traje espiritual, y si hacemos lo que tenemos que hacer, que es pasarlo al plural, por qué uno solo, entonces mágicamente nos cuelga un rosario de actos concretos, manejables, mucho más entendibles. Se habla de los pequeños placeres, pero yo creo que ahí se incurre en una redundancia, porque los placeres efectivos son los que abrigan por dentro acariciando lo de fuera. La piel, recordad, es lo más profundo que tenemos. Una sombra que refresca, amanecer plácido con un día por delante como un folio en blanco, el olor de la comida materna, elaborada con recuerdos… La lista sería interminable para mí. Por eso me quiero centrar en una sola de estas dádivas que caen sin entregarles nada a cambio y que permiten que todo esto, pese a tal y cual, sea llevadero. Y sin concebir el placer como un objetivo vital, ni mucho menos, qué puerilidad.

Uno de mis más inmediatos placeres es Chano Lobato, el cantaor gaditano. Y, por extensión, el tanguillo. Aludo a la inmediatez porque su efecto en mí resulta instantáneo. Cocinando, de paseo con Yoda, en el coche, en la ducha, simplemente en el sillón de lectura aparcando el libro cinco minutos… en cualquier lugar, cuando me pongo al Chano y empiezan los primeros alegres acordes de los tanguillos, se me caen un par de décadas de encima, puede que tres, y me sale cantar como si no existiera Hacienda. Me pregunto cómo hacen para ir tirando quienes no cuentan con este comodín. Chano Lobato, pero qué compás, que arte más grande, qué manera de ponerse en el filo del cante y mantenerse en equilibrio sobre el despeñadero. «Vámonos pa’ Cai, primita mía, vámonos pa’ Cai, porque aquí en La Habana pa’ lavar no hay». Son muchos más los cantaores que me trinan en el corazón, pero hoy es el Chano el que se ha sentado en el bordecito de la silla, como los buenos, mientras Valderrama lo mira con sus ojos orientales y sonríe porque con el Chano te tienes que sonreír siempre. Qué ritmo, qué modo de ir a lo esencial, cantando cada vez con más sabiduría. Claro que huele a sal cuando empieza el tanguillo. Si hablamos de placeres, aquí tenéis uno mío, constante, incesante, un manantial del que, por mucho que extraigo, no se agota. Un maestro en lo suyo.

¿Te acuerdas, Falillón?: «Y a la venta ponen estos anticuarios esta gran cazuela que tiene más de quinientos años. La doy en mil duros. Y es casi de balde. Y esta gran cazuela tenía un mérito bastante grande. La cazuela que aquí les presento es de una sustancia que nadie conoce. Fabricada en Medina Sidonia el año cuarenta del siglo catorce. La tenía don Diego Sorullo que era temporero de la catedral. Se lavaba los pies los domingos y aluego los lunes hacía poleá».

Supongo que uno de los signos de que se ha entendido de qué va todo esto es hallar tu Chano Lobato, tus duros antiguos, tu silencio, tu manera de ser consciente de que no necesitamos casi nada y, por supuesto, nada de lo que nos hacen creer necesario. Pero nos quieren quitar hasta ese poco, ése es el problema. En fin, que gracias, Chano. Camarero, a ese señor del tanguillo, lo que quiera. Que lo paga aquel otro.


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