Los lectores

Volvía yo desde la tienda de la esquina la otra mañana, de comprar el pan –hablo en serio, no es por parafrasear a Umbral–, cuando vi a una señora sentada en la terraza de Nasser, ahí abajo. La terraza de Nasser parece hecha para ser colocada en París, de lo juntas que tiene las mesas y las sillas. Esto propicia mucha conversación cruzada, mucho conocimiento de unos con otros, de tal manera que si tomas por costumbre frecuentarla durante unos meses, es muy probable que acabes conociendo rápidamente a toda la cuadrilla del bar, a los habituales.

Y ahí estaba esa mujer, como digo, sola y entre el resto de las mesas ocupadas por grupos que desayunaban y departían sobre sus cosas y disfrutaban de tostadas, cafés, zumos y bollería. Tenía un café a medio tomar y, sobre la mesa, sujeto con ambas manos, un libro abierto. No pude distinguir qué libro era. Pero ella, con cara ensimismada, miraba al frente sin ver, abstraída tras unas páginas de lectura que le hicieron adentrarse en sus pensamientos y escapar de la terraza de Nasser, de la rotonda, del mundo y hasta del propio libro. Quieta, meditabunda, con los ojos bien abiertos, parecía hipnotizada.

Era una mujer de mediana edad –no sé, unos cincuenta, aunque a mi hija esta cifra le parezca que te instala ya en la ancianidad…–. No recuerdo con exactitud sus facciones ni si era guapa o fea. Normal, diría yo. Sólo me fijé en que extendía y posaba sus dos manos sobre los laterales del tomo, para que no se le cerrase, y que las páginas abiertas parecían gritar, emanar, brotar, como una fuente de letras lanzando a la mañana su negritud. Y los ojos de esa mujer, sus ojos adentrados en horizontes tan sólo visibles para ella, captaron mi atención. El libro era de pequeño formato, no esto que denominamos despectiva y vulgarmente un tocho. Me dio la impresión de tratarse más bien de un manual, un ensayo, algo que incitaba a la razón, y no de una obra de ficción.

Reconocí el rostro, supongo, porque es el mismo o muy parecido al que yo compongo cuando leo, ya sea en casa, en la biblioteca pública, en un parque o en la terraza de un bar. Cuántas veces se fuga el lector de la jornada en la que se encuentra, camino a sus propias jurisdicciones sentimentales. Ese rostro, el mismo gesto de esa mujer, ha debido de ser el que se me ha quedado a mí una y otra vez al interrumpir alguna lectura y largarme a mis interiores. Así he contemplado, entiendo, los campos de los molinos quijotescos, las calles culpables del Raskólnikov de Crimen y castigo o los vaivenes marinos y calaveras de Odiseo y de Simbad –valga la redundancia, según Borges– .

Es el rostro de las letras. La cara de la lectura. La mirada del lector. ¿Será posible que nos reconozcamos entre nosotros aunque no tengamos un libro delante? Transito muy poco el transporte público, pero en las contadas ocasiones en que lo hago, me alegra levantar la vista del libro y encontrar en otros asientos a personas que también van leyendo. Nueve de diez van mirando el móvil. Y toparse con un lector, y no digamos ya si es joven, provoca un sentimiento de alegría, de esperanza, hasta de alivio, diría yo.

Conocí a un personaje, en uno de los relatos que me fue dado escribir, que planeaba fugarse de casa, dejando atrás a la familia, a ratos, para instalarse de forma furtiva en un hotel discreto y silencioso. No lo hacía para verse con ninguna amante hambrienta de placentera carne gimiente, sino para huir del mundo… y leer. Seguro que él adoptaba idéntico gesto, como la señora del otro día en la terraza, como nosotros también, no disimule, ahora que acaba la columna y corre usted el riesgo de ensimismarse con esa misma mirada lectora.


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