Mira que existen nombres habidos y por haber, pero no: les tienen que llamar impuestos. Y en el nombre, como suele, ya tenemos la esencia, ya contamos con la palanca que accionar para que todo el tinglado mental y engañoso en que nos tienen enfangados se venga abajo. Se llaman impuestos precisamente porque se trata de una imposición, de algo a lo que se obliga desde arriba, ejerciendo esa acción autoritaria mediante sus diversos modos de coacción.
Como estamos acostumbrados a ver, nos encontramos con una explicación de cara a la galería que no se corresponde con la verdadera naturaleza del hecho. Nos dicen que los impuestos sirven para pagar este estado de bienestar del que nos hemos dotado, en franca armonía, y del que, si se dan disfunciones, no son más que asuntos puntuales a corregir, bien se trate de un funcionamiento deficiente por un diseño errado aunque siempre bienintencionado bien sea fruto del desmán de alguien que metió la mano donde no debía, cuestión que se nos ofrece como excepción y siempre detectada y corregida por el propio sistema. Llegan a exhibir la hipocresía de decirnos que la existencia de casos de corrupción supone la prueba de la buena marcha de la maquinaria, que demuestra así captar estas anomalías y corregirlas. Evidentemente, es mentira. Si los impuestos tuvieran como objetivo pagar colectivamente los gastos de todo aquello establecido para nuestro bien, hablaríamos de contribuciones. Y habría claridad, no engaño y ocultación. Habría cuentas claras, no ingeniería contable para justificar cuánto se nos sustrae. España nos roba, dicen los independentistas. Hablad bien, criaturas: El estado nos roba, a todos. A unos más que a otros, también es cierto: porque a los cómplices con los grandes crímenes los premia con lo que les guinda a las víctimas.
Pero son impuestos, imposiciones, de los que nada sabemos, de los que desconocemos su destino real. Sólo sabemos que ellos viven de lo que nos quitan. Sólo sabemos que nos quitan muchísimo más de lo que es necesario para mantener lo que hay que pagar supuestamente entre todos. Sólo sabemos que los impuestos no tienen como fin el buen funcionamiento de la sociedad.
Hemos de distinguir –o no entenderemos nada– a los de arriba, a los que realmente mandan, de aquellos del medio a los que los primeros tienen como contratados, subcontratados o cómplices. Los políticos, al servicio de los amos del cotarro, tienen carta blanca para robarnos a cambio de obedecer las órdenes criminales de sus dueños, de sus jefes. Pero el objetivo de éstos no es quitarnos el dinero. Ellos, los de arriba del todo, no necesitan dinero, puesto que éste opera como mero sistema de control del rebaño, o sea, nosotros. Que los políticos y todos los que se arriman a ellos –amigos, familiares, allegados, socios…– roben no supone una excepción, sino que obedece a la esencia misma del juego. Es que están puestos precisamente para que roben, para que nos roben, porque la verdadera finalidad de los impuestos es la de mantenernos siempre al filo de la pobreza, siempre con la amenaza de la indigencia, siempre con el miedo latente a carecer de lo mínimo para sobrevivir. Nos roban para mantenernos pobres. No es que seamos pobres porque nos roben. Es que nos roban para mantenernos pobres, insisto. Los impuestos tienen un nombre apropiado pero mejorable: son impuestos, imposiciones, no contribuciones para el pago de lo común. Pero es más oportuno denominarlos robo continuado y mayúsculo con el objetivo de mantenerte siempre acechado por el abismo de la esclavitud.
Y ahora ya podemos discutir todas las bobadas del mundo. Pero el que comprende el funcionamiento de todo esto está ya para pocas bromas, me temo. ¿A que sí, querido y esquilmado lector? Hala, a votar.