Lorca

La memoria del niño y del adolescente es un folio en blanco en el que se escribe con tinta indeleble. Yo ahora olvido qué comí ayer o cómo se llama el señor al que acabo de conocer, pero recuerdo el nombre y los apellidos de muchos de mis compañeros de EGB, y de algunos hace ya cuarenta años. Y recuerdo, de corrido, el Romance de la luna, de Lorca. Federico García Lorca, señorito granadino, joven entusiasta que iba para músico y que mantuvo en su escritura todo el ritmo, los compases y los sones heredados de Falla. Lorca escribía al piano. Musicaba las letras. Y en la Residencia de Estudiantes de Madrid se mantiene el piano sobre el que el poeta se sentó a soñar melodías. Parece esperarlo aún, para que le interprete unos cuantos versos más en forma de canción.

Lorca es mucho más que el Romancero gitano, desde luego. Es el teatro, es La Barraca, es un sueño en forma de dibujo, es el surrealismo del cantor en Nueva York, siguiendo la estela de su admirado Whitman, es el Tamarit, los sonetos del amor oscuro, la conferencia acerca del duende, mezclando flamenco, oralidad y fantasía, es el llanto por el torero Ignacio Sánchez Mejías, a las cinco en punto de la tarde. Es un asesinato al amanecer, y una tumba bajo un olivo perdido. Sin embargo, como decía, ay, cuando el olvido definitivo venga a echar el velo sobre mí, intuyo que iré perdiendo progresivamente todos esos Lorcas simultáneos y proteicos, y que en última instancia, resistente siempre al invasor, mi recuerdo mantendrá los octosílabos del Romancero; y sobre todos ellos, el de la luna.

«La luna vino a la fragua con su polisón de nardos. El niño la mira mira. El niño la está mirando. En el aire conmovido mueve la luna sus brazos y enseña lúbrica y pura sus senos de duro estaño».

La luna es una diosa pagana, blanca y de apetecibles pechos, novia del tiempo y hermana de la muerte. Y el poema va tambaleándose como un péndulo hipnótico en versos de ocho golpes, con rimas asonantes en los pares que nos golpean con esa asonancia de la a y la o. Y la repetición lorquiana –mira mira– que nos deja adormecidos e incapaces de frenar el rapto que se va a producir, la muerte del churumbel, del gitanito en la fragua.

Pobrecito, el chiquillo, que todavía cree poder erigirse en protector de su ejecutora. Y la intenta avisar, como si la otra no trajese afilados el verbo y la guadaña.

«Huye, luna, luna, luna. Si vinieran los gitanos, harían con tu corazón collares y anillos blancos. Niño, déjame que baile. Cuando vengan los gitanos, te encontrarán sobre el yunque con los ojillos cerrados. Huye, luna, luna, luna, que ya siento sus caballos. Niño, déjame, no pises mi blancor almidonado».

Y Lorca, tan buen director de cine –es decir: tan buen contador de historias, tan buen Tusitala– sabe trasladarnos fuera, para que no veamos a la luna matando al niño. Qué pudor, qué elegancia. Qué prestidigitación. La siguiente estrofa nos lleva con los gitanos, para que volvamos a la fragua en su compañía, pero ya con la muerte consumada.

«El jinete se acercaba tocando el tambor del llano. Dentro de la fragua, el niño tiene los ojos cerrados. Por el olivar venían, bronce y sueño, los gitanos. Las cabezas levantadas y los ojos entornados».

Les espera la conmoción, y eso ha de exclamarse en un estribillo, en unos versos que podría haber firmado Dalí: «¡Cómo canta la zumaya, ay, cómo canta en el árbol! Por el cielo va la luna con el niño de la mano. Dentro de la fragua lloran, dando gritos, los gitanos. El aire la vela, vela. El aire la está velando».

Y Lorca, tan cronista de la muerte, escribe, acaso sin saberlo, la suya propia. La luna, por el cielo, insensible, incontestable, diosa cruel y cobradora de vidas, llevándose de la mano a Lorca, a los niños, a inocentes y culpables, a tanta gente, a todos. Se van por los aires las existencias, las infancias, los amores, los recuerdos. Todo. Todo menos la memoria de este romance, que resiste y queda queda. Que se nos sigue quedando. Como para ser recordado al morir.


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