Libro antiguo

Sobre la alfombra de Recoletos, en Madrid, llevamos varios días con la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión. Cuarenta y siete ediciones, creo que cumple. Viene uno paseando desde Colón para saludar previamente a la estatua de Valle Inclán, que sigue con sus manos a la espalda en una caminata inmóvil, para que el gallego nos ponga al día de los últimos cotilleos de la Corte de los Milagros. Pero es Valle el escandalizado cuando le comento yo cómo anda el patio por estos pagos. Vistas las circunstancias, con su voz aflautada me dice que mejor se queda como estatua, que lo ensucian las palomas pero nadie le cobra impuestos. Hacienda nos hace a nosotros, en fin, lo que los pájaros a Valle.

Y llegamos a las casetas, ordenadas, muy bien puestas, en una sola hilera, la de la izquierda según avanzas hacia Cibeles. Que vengamos aquí como si no nos hubieran echado de comer nunca es de locos, teniendo en cuenta que están todos los días los puestos de la Cuesta Moyano. Pero es por vicio, a qué mentir, porque vienen libreros distintos, y porque, quién sabe, a lo mejor encontramos algo. El bibliófilo se parece al que sale por la noche: lo hace con la esperanza de hallar un prodigio pero sabe que su camino de vuelta será un fracaso. En el caso del bibliófilo, al menos, sí hay opciones de hallar algo valioso. Esta vez, por ejemplo, tras mucho roer, me quedo con Alas de tierra, de Juan Rejano, paisano de Puente Genil y gran poeta, de los pocos que me gustan del terruño, junto a Manuel Pérez Carrascosa.

Es muy complicado no perder la cabeza y romper a comprar sin ton ni son. Me obligo a la contención. «Tiene usted aquí droga dura», le digo al librero que me vende lo de Rejano, porque el tipo ha comprendido mi debilidad y me hace pasar al interior de la caseta, donde en unos estantes apartados me enseña unas primeras ediciones.

El paisaje es un horizonte de libros antiguos, de ocasión, de segunda mano, de lance, cuántos nombres distintos para hablar de una obra del azar, del seguro azar de Pedro Salinas, que es quien guía a los lectores hacia sus libros y viceversa. El paisaje, digo, pero también el paisanaje. Me encuentro a Curro Sevilla, un alucinado en el que se fusionan el mendigo y el poeta y que conocí hace más de treinta años en la universidad. Lo saludo y me hago una foto con él, cosa que le halaga. Le mando la foto a Pedro, amigo desde entonces, ahí es nada, para que vea que seguimos en la pomada. Curro Sevilla, en unas hojas volanderas que daba por veinte duros, lanzaba metáforas con la despreocupación del que sabe que no se van a acabar. Y una vez dijo algo así como: los miro rebuscar entre la prensa diaria como a los perros entre las basuras. Recuerdo la frase y nos veo a todos en lo del libro antiguo, porque eso parecemos, perros vagabundos en busca de un libro más que sea el que reviente las estancias por falta de espacio y nos eche definitivamente a la calle. «En nuestra casa sólo hay libros», dice una señora a otra mientras el marido asiente. Y tiene esa confesión algo de terapéutico, como de grupo de ayuda o algo así.

Salgo por Alcalá, rumbo a Callao. En mitad del camino, a media subida, antes de llegar a Chicote, pincho de tortilla con el huevo sin terminar de cuajar y café solo. Es el fruto de la caza, me digo, y acaricio las páginas del libro de Juan Rejano. Huele el papel a tiempo, y algún verso suyo me recompensa. «Ven, la noche tiene hogueras inagotables». No, ya no te creo, Juan.


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