La vecina

Bajaba ayer de pagar impuestos en el estanco, con el coche, e iba camino de pagar más impuestos en la gasolinera, cuando, cruzando el barrio, vi algo que cambió mi día. Hay una esquina en la que comienza un barrio de casas y que te cruzas si vas al campo, a la biblioteca o de paseo con Yoda. Es discreta la vivienda, con unas enredaderas protegiéndola de las miradas de los viandantes más curiosos. Pero ayer se le escapó al hogar una información, a la que yo pasaba. Junto a la esquina, una furgoneta negra, rotulada, mal aparcada. Y la puerta de la casa, abierta. Iba en coche, como digo, despacio, porque es zona de mucho paso de cebra y yo además marchaba tranquilo, pues tenía muchas cosas que hacer y lo mejor en esos casos es tomárselo todo con calma o no te da tiempo a nada. Las prisas sólo conducen a la inactividad o al trabajo mal hecho.

Mi despaciosidad me brindó ver lo que estaba ocurriendo en esa casa. Dos señores muy trajeados, sin expresión, sacaban en una camilla a alguien cubierto por una sábana blanca. La tercera persona que los acompañaba, también inexpresiva aunque ella sin corbata, entendí que era alguien de la familia. Me dio tiempo a mirar de nuevo la furgoneta, para descubrir ahora un rótulo que antes no había visto: servicios funerarios.

Se llevaban a un cuerpo. Alguien había fallecido en ese hogar. En medio de la mañana soleada, recién estrenado el otoño, con una temperatura agradable, en un día laboral, en el ecuador de la semana. Me llamó la atención la serenidad de la escena, con esos señores ejerciendo sus labores post mortem de manera tan ordenada y tranquila. Para mí, criado en Puente Genil, un pueblo del sur, en la campiña cordobesa, la muerte posee algo de multitudinaria, de evento social, de velatorio en las propias casas, siempre convocando a una bandada de ancianas enlutadas que acuden para parlotear sobre el cadáver.

A la vuelta de la esquina, camino a pagar más impuestos en la gasolinera, el mundo proseguía a lo suyo, ajeno a esa esquina. Y de ese modo continuó la jornada, con los habituales problemas laborales. Estas cuestiones, algunas veces, me fatigan hasta el hartazgo. Sin embargo, ayer se me antojaron irreales, ajenas, como si no me estuvieran ocurriendo a mí. De hecho, es que no me estaban ocurriendo a mí, sino ocurriendo, a secas, como si lloviese o hiciese calor, como algo externo. Y, como siempre, se solventaron, o las solventamos entre alguno más y yo, o yo qué sé.

El día me resultó plácido, llevadero, casi gozoso. A la vuelta, el atasco me importó poco. Disfruté de lo hecho, habiendo contado lo ocurrido en las plazas de Nimes y Salamanca durante el fin de semana. Bajé al bar de Nasser para comer algo a última hora de la tarde –cuando tengo montaje en la tele, no como, me espero a la vuelta–. Disfruté con la alegría de encontrar en el buzón el aviso de que en Correos me esperaban más tomos de la colección de Galdós, que en efecto recogí. Y comprendí, ya de noche, camino a la cama, rendido y con el lecho aguardando para ofrecerme su exilio, que el día había sido tan plácido gracias a la muerte. Contemplar la salida de ese cadáver me puso en contacto con la vecina más inmediata: la muerte, la que siempre aguarda, la que todo lo relativiza, la más paciente. No podemos vivir pensando en ella de modo constante porque eso nos anularía. Pero es una vecina de la que te olvidas que está pared con pared y que, de vez en cuando, recuerdas porque ha hecho un ruido en casa, ha dado alguna señal de su presencia, ha puesto la música demasiado alta. Todos la tenemos por vecina. Todos, afortunadamente: incluso aquellos que diseñan los impuestos, robados para mantenernos en la pobreza e impedirnos la libertad de mandarlos al carajo. La muerte sí es para todos. No como Hacienda, que ya sabemos que no. La vecina de al lado, que algún día, a cada uno de nosotros, nos tocará en el timbre para pedirnos compañía. Hasta entonces, al lío, que hay mucho por hacer. Con alegría, como si fuese sin IVA.


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