La ruta de la seda

Ocupa toda la terraza del bar, abarcándola con su sombra, y se extiende su protección desde la esquina hasta la parada del autobús. La morera se asoma al asfalto de la rotonda como si ésta fuese un acantilado, y parece querer ser la primera en ver el retorno de los barcos desde el Nuevo Mundo. Pero es un árbol equivocado, que quizá soñaba con nacer en una vereda polvorienta y al que le ha tocado en cambio hacer guardia en una ciudad, entre el tráfico y la indiferencia de los transeúntes, que ni siquieran saben que es una morera.

Mira hacia enfrente y ve el olivo del centro de la rotonda, también solo, quizá también soñando él con un millón de hermanos suyos derramados entre Córdoba y Jaén. Y despierta ese olivo entre pesadillas en las que un grupo de criminales vienen a arrancarlo para colocar placas solares y nadie tiene arrestos para defender la tierra, el aceite y, en consecuencia, el pan y la supervivencia.

Los árboles de las ciudades también van desapareciendo, a medida que los amos de la granja deciden que estos lugares sean invivibles, calurosos, feos y desagradables. Luego se extrañan de que, a la mínima, en un puente o cualquier fin de semana, la gente salga huyendo hacia los pueblos, las playas y los olvidos. Huyen de la jaula, porque hasta los más torpes y cortos de percepción sienten que algo no va bien, aunque no sepan ponerle nombre y aunque los más incautos sigan aún viendo la tele y escuchando a los políticos.

La morera no escucha a nadie. O lo escucha todo y calla. La morera despliega sus ramas y su verdor de hoja y nos da sombra mientras nosotros nos afanamos en la terraza del bar en nuestras tertulias circulares. A veces, hago que escucho lo que me dicen, asiento y doy una calada fingidora, pero no estoy atendiendo. Estoy mirando las hojas de la morera, y el niño que aún me habita me anima para que recoja unas cuantas y se las lleve a los gusanos de seda que aguardan en casa, dentro de una caja de zapatos a la que se le han practicado unos agujeros en la tapa para que los bichos respiren. Los niños criábamos gusanos de seda, y la ruta nuestra nos llevaba al río, en busca del sustento de estos animales, a los que veíamos comer minuciosos cada hoja hasta dejar sólo los nervios. La hoja de morera fresca sustituía a las que se habían secado. Y crecían los gusanos, hasta no caber en sí mismos ya. Y un día se encaramaban a una pared de la caja y se daban a la elaboración del capullo. Y nosotros mirábamos aquel portento sin saber que estábamos asistiendo al nacimiento de Kafka en nuestra sensibilidad. Allí se encapsulaban, como muertos. Y al cabo del tiempo, rompía la palomita el capullo, salía, ponía cientos y cientos de huevos y moría. Y así se reiniciaba el ciclo, pues los pequeños hilos negros que acababan saliendo del huevo constituían la siguiente generación de gusanos, pidiendo más hojas de morera.

La ruta de la seda es ese camino de la memoria que va desde el presente de asfalto y escapismos hasta aquel pasado. Y ahora –acaba de salir el sol en este justo momento y me ha dado en la cara mientras escribo– me parece que nos gustaba tanto criar a los gusanos de seda porque nosotros también nos hallábamos en ese mismo proceso, camino a nuestra propia metamorfosis.

La morera de ahí abajo dice Nasser que está viva porque él la cuidó, la regó y la podó. Nasser cuida de la terraza, de las conversaciones y de las plantas. Es un jardinero persa encerrado en el cuerpo de un camarero. Pero todos somos así, todos llevamos algo oculto, algo que espera salir del capullo. Y a lo mejor la única que sabe lo que seremos, lo que somos, lo que hemos sido siempre, es la morera, la que, tan callada, muestra más sabiduría.


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