La paz

Aspirar a la felicidad se antoja pretencioso, casi ilusorio. Posee tal intención algo de niño desbocado que pide sin ton ni son, con exigencias irreales. En ese sentido, creo que tiene razón la sentencia borgesiana que afirma que la paz es mejor objetivo. Y, a fin de cuentas, ¿no supone esa paz una forma feliz de la existencia?

Sin duda. Yo, que tanto disfruto con las pequeñas cosas, con el tiempo bien aprovechado, con los gestos, con el silencio, con ciertos guiños del mundo, también hallé desde muy joven un filón de alegría en lo que no había que hacer. Hacer proporciona satisfacción –que energía da la acción–, pero no tener que hacer, qué paz.

Me refiero a no tener que hacer cosas que han constituido una obligación penosa en el pasado o unas circunstancias que han sido superadas. Por ejemplo, disfruto muchísimo de no tener que ir a clase. Sentí el colegio, desde el inicio, como un encarcelamiento. Nunca entendí por qué había que estar tantas horas ahí metido, en una habitación, perdiendo de ese modo el tiempo, en rebaño, al ritmo de los más lentos, cuando el mundo gritaba fuera, en el patio, en las calles, en los campos. Disfruto igualmente mucho de no tener que ir la la facultad, de no tener que aguantar a los pedantes que con veinte años ya lo habían leído todo y lo sabían todo y tenían juicio sobre todo. Qué pereza.

Disfruto de no tener que sacarme el carnet de conducir, pues ya pasé ese trance. Y de no tener que salir por la noche. De no tener que estar donde no quiero estar. Disfruto de no tener que acudir a ciertos trabajos con los que ya cumplí en el pasado y donde me vi obligado a convivir con ciertas personas que demostraron una miseria moral honda e irreparable. Como dice mi amigo Miqui, qué importante es que al mirar el radar cada mañana no aparezcan en él hijos de la gran puta. Qué paz dejaron en mi vida las ausencias de estas gentes.

Paz. Tranquilidad. Ausencia de problemas. Lo dice el Falillón: la que más pinta es la goma. Nos empeñamos en tener, en acumular, en hacer, en ir, en figurar… en pos de una felicidad vaporosa que, como la niebla, siempre se encuentra un paso más allá. Pero no se trata de poner, de añadir elementos a la vida, se trata de quitar. Eliminar lo que sobra. A quienes sobran. Los hábitos que sobran. Los pensamientos, las conductas, las ideas, los caminos que sobran. Eliminado el lastre, la nave flota por sí sola. Y sí, esa paz es una forma de felicidad, pero una forma accesible, comprensible, acometible.

Debajo de lo que sobra, en ese trozo de mármol que es la vida, se encuentra ya la Piedad, sólo esperando a que Miguel Ángel la descubra eliminando lo que no va. A la ausencia de dolor y de disfunciones la llamamos salud, y no la percibimos porque andamos tras ella, cuando ya la poseemos. A la falta de ruidos, de molestias, de músicas estridentes la conocemos como silencio, pero lo escuchamos poco, cuando es probablemente uno de los consejeros más prolíficos y acertados. En la ausencia de robo por parte del sistema se encuentra la riqueza. A la falta de crímenes por parte de los que mandan, paz. A la omisión de la muerte, vida.

Aprecio pocas ventajas en la tarea de salir a buscar la felicidad, como un Indiana Jones escarbando en pos del Arca. Mejor la paz del felino, sosegado, acumulando energía, siempre listo para el zarpazo, para el verso justo, la palabra oportuna, la acción más hermosa, el abrazo fuerte, el beso vivo. A fin de cuentas, antes de irse, lo que deja Cristo a los apóstoles es su paz, no su felicidad. Y sin miedo, dijo. O sea: sin preocupaciones, sin ocuparse previamente del mal que aún no ha llegado. Y finalmente, qué paz da acabar la columna, sentirla ya germinada, irse a por el día, que ya se cuela por las ventanas. Vamos a por él.


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