La maravilla

Hablábamos ayer del portento del capullo en el que se envuelve el gusano de seda para experimentar la metamorfosis y cumplir con su propósito. Algunos amigos dijeron que la columna los llevó de vuelta a la infancia, y subrayaban el asombro que nos producía, tan niños, asistir a aquello, que entraba directamente en el terreno de lo mágico.

Dice Arthur C. Clarke que, llegada a un punto de desarrollo, la tecnología no se distingue de la magia. Pero en una sociedad que considera haber alcanzado límites en cuanto a lo técnico –a pesar de que no hemos visto nada, porque nunca se ha visto nada en comparación con lo que viene: el crecimiento es exponencial–, lo que hemos perdido en gran medida es la capacidad de fascinarnos con tantos prodigios como nos rodean y que hemos dado por supuestos o a los que hemos restado mérito. Es chocante que tal cosa nos ocurra en esta época, toda vez que la ciencia quedó mutada en religión, en asunto mágico, desde finales del XIX.

El asombro. La fascinación. Abrir la boca ante lo que uno tiene delante y que le supera. Hay que recuperar esa sensación, porque los milagros cotidianos, no por habituales, dejan de resultan magníficos.

La maravilla, es decir. Padecemos tal bombardeo de noticias, informaciones de un lado y otro, versiones distintas y contradictorias, voces que discuten lo superficial… que dejamos pasar cada jornada innumerables transformaciones del gusano en mariposa, del agua en vino, de la oscuridad en luz y viceversa.

Para frotar la lámpara y que el genio despliegue su catálogo de proezas ni siquiera es necesario esforzarse. Es más, lo propio es el abandono, no oponer resistencia, desasir la perniciosa idea de que de todo tenemos que tener opinión, y no digamos ya la delirante postura de pretender llevar razón cada vez que abrimos la boca.

En cuanto nos relajamos, en cuanto hacemos click y apagamos el mundo en el que intentan encerrarnos, florecen las maravillas. Las naturales, las estéticas, las del pensamiento. La maravilla que es el pie, esa fina talla hecha por los mejores ebanistas. El alto secreto de los números primos o la eficiente sencillez de la circunferencia. La magia acuosa, capaz del vapor y del hielo. El Narciso de Dalí contemplándose en el lago. La voz callada y solícita de los libros. El wifi misterioso de la memoria. El sueño del bebé, cálido y rosáceo. La laboriosidad tempranera de las hormigas, que no necesitan ir al gimnasio. La voz ronca de la mujer que se deja ir por lo placentero. La proa enfilada hacia tu propia misión. Sentir frío en la mañana de verano. Entender al perro mejor que al vecino. La oración perfecta y única que supone el agradecimiento. El espíritu del café, que siempre sabe a Dostoievski. En mi caso, ando en los últimos días maravillado por la sabia estructura que alza Murakami, y sé que he encontrado un nuevo gran amigo para siempre. Y eso basta por ahora. No hace falta tanto.


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