La mano, otro milagro más. Y por duplicado. Si el pie ha sido elaborado por los más finos ebanistas, en la mano subyace una labor en la que se mezclan la ingeniería, la estética y el pragmatismo, como si a Da Vinci le hubiesen dado potestad para enredar con la carne, los tendones y los huesos.
Son las manos las que escriben. Los expertos andan a vueltas con los beneficios de la escritura manual, pero estos señores, como siempre, llegan tarde, porque eso es algo que sabe cualquier poeta adolescente, para el que es obvio que ese torbellino al que lo está arrastrando el mundo se templa cuando toma papel y lápiz, o boli, hasta pluma, y empieza a versificar, explicándoselo todo. Mis manos aporrean el teclado y el tictoqueo resultante es el sonido del lenguaje pasando de lo espiritual a lo concreto. Las manos, con sus cinco capitanes digitales, capaces de imaginar El Quijote o las elegías de Rilke. He dicho bien: las manos imaginando, porque si lo más profundo que tenemos es la piel, como también y tan bien vio otro poeta, quizá ocurre que el pensamiento, que viene de las jurisdicciones cerebrales envuelto en una vaga niebla, encuentra su asiento en las manos. Sólo cuando se filtra por la punta de los dedos es cuando la palabra se hace carne, verbo, acción, acto.
Las manos, tan aptas para la caricia como para el asesinato, sabias herramientas de amor y sexo o, en cambio, de devastación. Manos de boxeador, manos de pianista, manos que curan manos, y que afeitan, manos posadas sobre la tripa de la embarazada, sintiendo las primeras pataditas emocionadas de la criatura. Manos lavándose entre sí o dándole el baño al bebé, o curándole el ombligo, o cambiándole el pañal, creando así una memoria imperecedera a la que agarrarse cuando, después, la rueda siga su curso y retorne el infierno a lo cotidiano. Manos políticas, expertas en el crimen, manos que, por contra, ayudan, o que se hunden en la tierra en pos de sus más preciados frutos. Manos obsesas de móvil, manos que encienden cigarros, que comercian con monedas y billetes, manos que cogen algodón, o cogían, antes de que hubiera máquinas, antes, que había algodón. Manos que firman, que torean, que esculpen y dibujan maravillas o alzan catedrales, esos artilugios que buscan el alma. Manos inventoras, las de Arquímedes y Tesla, manos que se hunden en la matemática. Mis manos danzando con los números sobre la pizarra, compartiendo con la hija los prodigios de la geometría y la aritmética.
Manos que traicionan, que anotan, que alzan la copa para brindar con amigos. Manos que portan anillos, o que convencen a las cuerdas de la guitarra para que ésta mantenga su idilio con el aire conmovido. Manos de críos jugando con el barro y los balones. Manos de abuela amasando meriendas. O del abuelo rebuscando en el monedero para sacar un duro con el que convidarte. Manos de madre ahuyentando las fiebres. Manos de padre, encalleciéndose contra los ladrones oficiales para darnos de comer.
Hoy, al sentarme ante el folio en blanco, de vuelta de pasear con Yoda por los parques, no tenía ni idea de lo que iba a teclear. Pero lo sabían las manos, mis manos, ellas sí, que al final siempre me resuelven la papeleta. Otro milagro más. Y por duplicado. Manos que descansan satisfechas cuando acaban de escribir.