Así se titula una de las aventuras de Astérix: La gran zanja. En un pueblo galo se establece una división por medio de una zanja, un foso, un abismo, que lo parte en dos. Una parodia de Romeo y Julieta, con su balcón y tal, aunque yo, de niño y adolescente, más político que romántico, siempre preferí la alegoría del Muro de Berlín. De hecho, se llega a emplear en ese cómic la expresión izquierda y derecha.
Seguimos en 2025 con la gran zanja muy presente y muy real, sin que ninguna poción mágica cocinada en la marmita de Panorámix permita cerrarla. De hecho, no estamos ante una zanja, ante una sola brecha, sino ante una variedad de ellas. Muchas, diseñadas desde arriba, desde el poder: divide et impera. Divide al rebaño en distintos subrebaños, enfréntalos entre sí y siéntate a ver cómo se zurran mientras nos aprovechamos de ellos hasta la extenuación. A esta categoría pertenecen las divisiones izquierda/derecha, mujer/hombre, joven/viejo o los regionalismos atomizantes tomados del siglo XIX y actualizados por el globalismo desde hace algunas décadas.
La cosa funciona. Abres la zanja, divides al poblado y tú que quedas fuera mientras dentro de la cerca, gobernados, los pueblerinos se apalean. Y tú, a esclavizarlos a impuestos, a experimentar con ellos, a exterminarlos, si te apetece. No se quejan. Cuanto más les aprietas, más se enconan entre sí, echándose a sí mismos la culpa de todo cuanto se les hace.
La edad, el sexo, la extracción social, el lugar de nacimiento, el equipo de fútbol, el cantante favorito… cualquier argumento les vale para marcar esa división tan provechosa para el poder.
Sin embargo, una brecha no diseñada por ellos se ha abierto desde 2020 –ya se estaba produciendo años antes, pero esa fecha, lógicamente, aceleró el proceso–. Me refiero a la zanja, a la falla que se abre entre quienes consideran que este sistema al completo es un asco y no lo aceptan y quienes aún creen que bajo su protección se puede vivir. Ésta es la verdadera división, la real, que está marcando y va a marcar lo que irá ocurriendo en la aldea. A un lado de la zanja, los asqueados, los que ya no aceptan el discurso izquierda-derecha, los que no irán a la urna jamás, más que a reventarla, los que se devanan los sesos para evitar que los políticos sigan robándoles, los que miran al cielo con estupor ante lo que ven, los que desconfían del sistema sanitario, educativo, político, institucional… Al otro lado, los que aún se levantan pensando que el Estado los cuida, y que si se da alguna anomalía es algo puntual, corregible, o que ha ocurrido porque “gobiernan los otros y no los míos”. Son los que hablan de conspiranoicos… Curiosamente, la conspiración más grande, la de «El Estado te cuida», se la zampan de un bocado y sin rechistar.
La zanja abierta entre ambos grupos es cada vez más ancha, más profunda, más insalvable. Cada vez resulta más difícil que nos entendamos. Los oyes, al otro lado del abismo, y casi no entiendes ya lo que están diciendo –suponemos que gritan repitiendo lo que acaban de ver en la tele–. No parece que vayamos a entendernos nunca más. Cada vez más lejanos, como pertenecientes a planetas distintos. Una sociedad dentro de la sociedad. Una sociedad que, como aseguró Jiddu Krishnamurti, no acepta un sistema enfermo, dando con ello signos de salud. ¿Eres antisistema?, me preguntan a veces. Pues evidentemente. Pero, ¿es que se puede estar a favor de un sistema criminal como el que padecemos? El término antisistema, antes, evocaba la figura caricaturesca de un tipo extremista, de dudosa higiene, pelos de colores y poca cabeza. Paradójicamente, esa estética define ahora al ultradefensor del sistema, mientras que el anti es un señor culto, conocedor, independiente y formado –sobre todo, autoformado, liberado de las cadenas mentales impuestas por el propio poder–.
¿Habrá opción de reencuentro? Cada vez se antoja más difícil. Cada vez nos situamos en mundos más diferentes. Cada vez la zanja va ahondándose más. Ni Astérix hasta arriba de poción mágica…