La columna

Me agarro a ella para poder levantarme y erguirme en el nuevo día. Es la columna diaria, que no sostiene techo alguno, sino que me sostiene a mí. La he cultivado desde joven, intermitentemente, a rachas, y sólo he publicado una ínfima parte de las que he hecho, seguramente de forma feliz.

Recuerdo una de las primeras, en la universidad, para una clase de redacción periodística. Iba sobre Felipe González y la titulé El león herido. El felipismo se tambaleaba, rumbo González ya al dorado retiro que aguarda a quien ha servido bien al sistema y ha tenido suerte de no acabar triturado entre las fauces del poder, y a mí eso me sirvió para contar. Así funciona.

Mi jovencito, es decir: el jovencito que fui, leía la prensa y le daba a la tecla. Y se fijaba en otros: González-Ruano, Umbral, Haro Tecglen, Manuel Alcántara, Cela, Vázquez Montalbán, Juan José Millás, luego David Gistau, éste ya casi coetáneo. Supongo que se me olvida alguno. Pérez-Reverte, Javier Marías, Campmany, unos cuantos más. No los seleccionaba por ideología, sino por la manera de escribir, por el estilo. Algunos, floridos; otros, directos, o mordaces, o ingeniosos, o desgarradores, o humorísticos… En el equilibrio iba yo viendo que estaba la clave de la cuestión. Y en la constancia.

Pero no ha sido hasta ahora, hasta este 2025, cuando me decidí a un compromiso diario con la columna. Lo hice para poder levantarme, para reintegrarme a un mundo al que me cuesta regresar cada mañana, con tanto a lo que dar la espalda. Y además, opté por publicarlas a través de esto que llamamos redes sociales. ¿Para qué? Por una razón esencial: para ponerme en el lugar del peligro. Escribir sin la opción de ofender, disgustar o meter la pata hasta el corvejón deja la cosa en algo parecido a la pirotecnia, a los fuegos artificiales de las fiestas del pueblo. Y en esto hay que disparar bien, empleando todos los cañones disponibles.

Yo sé bien dónde están las cornadas: en los temas peliagudos, que ya cuentan con una masa de gente predispuesta a favor o en contra, con sus posturas muy enraizadas. Ahí es donde el tema se te revuelve, te repone, se te vence y te puede empitonar. Pero también ahí es donde está la verdad, la pureza. Ahí es donde cobra sentido dedicarse a la columna. Ayer, con lo de los chemtrails, yo sabía que ese toro saldría de toriles pidiendo papeles, como así fue. Cometí algún error de expresión, y los ejemplares más tobilleros se agarraron a él para intentar arrollarme. Pero me limité a dar forma a la columna: siempre, una idea, una expresión cuidada, pensamiento y mucha verdad, sin esconderse. Y que sea lo que Dios quiera. Que pase lo que tenga que pasar.

Por otra parte, no considero que el columnista esté obligado a contar con una opinión sobre todo ni a tener razón siempre. Qué locura. Yo apenas tengo opiniones, como sabéis. E ideas, tres o cuatro, si acaso, y básicas. Y mucha navaja de análisis, buena espada. Con eso se tira. Colocándote en tu sitio. Citando al tema con verdad, sin autocensurarte, sin ceder al miedo. Suelto de muñecas, componiendo figura, con expresión literaria que sirva y hermosee pero sin eclipsar al mensaje. Y así, habrá días en los que la columna salga mejor y otras en que no tanto. Y habrá gente a la que le guste y otra a la que provoque desagrado. No busco ni una cosa ni otra, sino hacer lo mío. Escribir a diario mejora tu prosa, como estoy comprobando con la novela. Me alegra, eso sí, acompañar al lector, o que mi escrito le sirva para dar sabor a su primer café de la mañana, a su regreso en metro, a algún momento bueno. Me alegra porque a mí otros me alegraron en su día y sé qué se siente. Ahora apenas leo a columnistas, la verdad, aunque hago excepciones, como con Juan Manuel de Prada.

Y cuando acabas, el día queda inaugurado. González-Ruano decía al finalizar sus columnas: ya estoy escrito. Y así es. Ya me puedo ir al día. ¿A qué? A por más temas para la de mañana, claro está. Kafka escribía para llegar al día siguiente. Yo, ay, sólo para alcanzar el mismo día, el presente, ese hogar.


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