Es el césar del calendario, y proclama su imperio sobre los días extendiéndose con treinta y una seducciones soleadas e interminables noches. Julio, el mes de las vacaciones cuando uno es niño, la libertad en el edén de los primeros años, cuando había tanto tiempo para leer, sestear, aprovechar los frescos mañaneros y quitarse del medio a la hora del calor –casi todas–, antes de que empleasen el verano como arma ideológica con la que intentar atenazarnos.
Julio, cuando se podía acudir a la biblioteca por la mañana y ver a esos jubilados que se sentaban en las mesas de los adultos a leer la prensa mientras uno se parapetaba en los sillones mullidos que había entre estanterías, con Astérix, Guillermo Brown, Tintín, Poirot, Verne, Jack London y toda la tropa. Al río temprano. O a jugar sobre las aceras, qué pocos coches había, a La ruta del tesoro, aquel monopoly que ponía en nuestras curiosas manos monedas del Siglo de Oro. Y a las cartas, cuarenta en copas. Y al dominó, con unas fichas que enlazaban a sucesivas generaciones.
Y desbocarse hasta la madrugada en el parque, sin hora, sin prisas, con polos de menta, batidos de chocolate o vainilla, escuchando con disimulo a la gente mayor, que hablaba de un mundo que acabaría siendo el nuestro y que, efectivamente, no vino como lo esperábamos, sino como nos temíamos. Julio en Madrid, cuando Madrid se despobabla porque hasta los que tenían un trabajo modesto se podían permitir marcharse a la playa, a la montaña o a sus pueblos; luego nos convirtieron a todos en pobres a fuerza de robar y votar y votar y robar. En los ochenta, se era o de julio o de agosto, dependiendo de cuándo se marcharan las familias adonde quiera que se marcharan. Y olía a tormenta vespertina. Y se grababan las canciones en cintas vírgenes. Y se animaba a Pedro Delgado. Y se iba al cine de verano, a ver la película y la luna y las estrellas. Y Madrid era un escenario fuera de obra, y uno imaginaba, durante aquellas semanas en que sus habitantes habían huido, cómo sería vivir en la capital. Luego lo comprobamos. No era para tanto. Fue para más.
Julio joven, leyendo faldas, leyendo a deshoras con una lucecita mínima a Stephen King, Mark Twain, Cortázar, Chesterton y Dickens. Julio trabajando ya, cuando acababa la temporada en la radio y uno se lanzaba a los caminos, desde Granada a Lisboa, desde Oporto hasta las vastedades de Soria, desde París al Algarve, desde Nueva York a Alejandría y Nápoles, qué jaleo de mapas pretendiendo el regreso a Ítaca, y venga Pessoa, Machado, Lorca y Umbral. Y el río Guadiaro, en serranías sureñas, entre coplas de carnaval y versos susurrados por Apolo. Julio asabinado, de amaneceres prematuros y escapadas a un mar que siempre era el mismo mar visto por primera vez, como se percató Borges.
Julio custodiando la siesta de la niña aún bebé, y uno haciéndole guardia junto a los mosqueteros o yendo y viniendo a Las mil y una noches. Julio ahora, de Pamplona a Santander, de las noches venteñas de los jueves a las Colombinas de Huelva. Julio en el futuro, el julio de Krahe, libre otra vez, como los escolares y los mendigos, con tiempo y ganas de repetir los mismos errores, a ver si por insistencia acaba uno cometiendo algún acierto.
Julio, has degenerado en un meme del Iglesias, en un mes demasiado largo, en un simulacro de vida eterna. Ave, julio, los que van a sudar te saludan. Respetémonos, viejo mes, háblanos del invierno en el otro hemisferio. Déjanos soñar con el otoño. Ten piedad. Ten, piedad. Hasta el año que viene.