Repito con cierta frecuencia eso de que la maldad gobierna el mundo y que lo hace mediante la imbecilidad colectiva. La frase me sigue valiendo porque responde a lo que veo a diario, y además permite un análisis de la esencia de un sinfín de situaciones que, de otro modo, quedan empantanadas en disquisiciones con más intención de liarlo todo que de aclarar nada. Al poder le viene bien la confusión, la torre de Babel. Además del odio y del enfrentamiento entre nosotros, la confusión, insisto, el que esté todo tan enmarañado que acabe uno por desistir. Esto no hay quien lo entienda, escucho cada vez más. Y tienen razón. No es viendo la tele, atendiendo a las fuentes oficiales o escuchando a los analistas pagados por el sistema como van a entender nada. Precisamente, por definición, todo lo contrario.
Haciendo uso de la plantilla que ofrece la frase del primer enunciado –el mal gobierna mediante la imbecilidad general–, es complicado no acabar comprendiendo las razones últimas de una infinidad de casos que estamos padeciendo: desde el robo generalizado por parte de los políticos hasta lo de Gaza o Ucrania, el derrumbe del sistema educativo o la inmigración de diseño con la que están dando la puntilla a la castigada población europea.
Partimos, por lo tanto, de una decisión que se origina arriba. Llamadlos élite, gobierno en la sombra, iluminados o como más pintorescamente os venga en gana –son los que mandan, sin más, y cada uno de esos apodos sospecho que fue creado por ellos mismos para darse importancia–. Desde esa sala de mandos –son pocos, necesariamente, pero dueños de casi todos los recursos–, se emiten órdenes encaminadas a sojuzgar al rebaño, o sea: nosotros. Todas las medidas adoptadas por los amos del cortijo van contra el ganado, como es obvio, cuyo destino final es ser sacrificado en pro del bienestar de esos dueños. Los escalones jerárquicos que componen las instuciones, desde las más altas hasta las modestísimas, reciben los mandatos y los llevan a la práctica.
¿Y en última instancia? ¿Quién es el responsable de ejecutar los crímenes ideados desde la cúpula? Las propias víctimas. Tal cual. Las propias víctimas, previamente despojadas de todo atisbo de inteligencia, algo llevado a cabo mediante años de exposición a los planes de estudio, los medios de comunicación y el resto de vías de calado del discurso oficial –ficción, arte, literatura, mensajes repetidos por líderes creados en un laboratorio…–. Y el resto se hace solo. Ellos solos hacen fila para inocularse, para ponerse el bozal, para aplaudir a las ocho, para creer que pagar impuestos es ético, para repetir que es vapor de agua, para defender a sus torturadores y carceleros, para tomar partido por una de las facciones prediseñadas por los mismos autores intelectuales de todo este marasmo, para odiar convenientemente lo que les han dicho que ha de ser odiado –y que siempre coincide con lo que teme el sistema–.
Es sencillo: la maldad gobierna el mundo mediante la imbecilidad colectiva. Y la IA, ese instrumento que intentan vendernos como sinónimo de juicio imparcial, técnico, científico o una forma de la verdad, no es más que otra herramienta de control al servicio de los de siempre. Está bien puesto el nombre: IA, Imbecilidad Artificial. Lista para fusionarse con la imbecilidad natural. Sólo existe una vía para de salir de esto: comprender, desobedecer, resistir y crear algo alternativo que no haya sido mancillado por sus manos criminales ni por la idiotez propagada. ¿Hay trabajo, pues? Muchísimo. Al lío.