Surgen donde menos te lo esperas. Brotan como los hongos tras la lluvia del otoño. Las erratas. Cuando más duelen. Donde más daño hacen. Cuando más conforme estás, ellas, las erratas, salpicando el texto como un raspón, como una tachuela que sobresale del tablero, como una imperfección en aquello a lo que has prestado corazón, cabeza y tiempo.
En su nombre habitan a la vez el error y el roedor. La rata que viene con malas intenciones; un animal que, acorralado, ataca, y si puede, se tira a la cara, a los ojos. Una coma donde no es. Una letra inoportuna que acude sin haber sido invitada. No digamos ya deslizar el dedo a la hora de teclear y pulsar V en vez de B…
Se atribuye a la errata la condición de descuido, por lo que sobrentendemos que quien la comete –¿la comete o la padece?– no incurre en tal o cual desconocimiento, malformación o equivocación. Raro es el día en que no se me cuela alguna. La de ayer me castigó con dureza tras una corrección y una última lectura: «Y me hizo creer que estaba en Olivenza en marzo». Y se cayó el me, borrado en una correción, pero sin cambiar la conjunción, de modo que quedó ese defecto: «Y hizo».
¿Lo malo de la errata es que parezca un error? Lo malo de la errata es la errata, y su efecto psicológico. Lo de que un descuido se confunda con un error puede afectar al ego, no sea que piensen de ti que no sabes y esas cosas. Pero el ego del escritor tiene que estar, él también, al servicio del texto, de lo que se escribe. Debe ser una materia prima, no un inspector de Hacienda en busca de su bonus arrasando economías familiares.
Esto es columna, y respira una urgencia que favorece la equivocación, el salirse del renglón. En la novela, mi obsesión por el pulimento y el repaso, por la corrección, puede llevarme tres o cuatro veces el propio tiempo de escritura.
El tema de la errata, en fin, le puede interesar a quien escribe y, en todo caso, al que lee. Pero, ¿y las otras erratas? Las que nos van saliendo en la vida. Ésas son más difíciles distinguir de los errores, pero también van salpicando los días con sus imperfecciones. Un mal encuentro. Una discusión. Un tren que se pierde. Una rueda que pincha. Un hijo que enferma, aunque sea levemente. No digamos ya las grandes cosas: una ruina, una muerte, una carta notificando nuevos impuestos, nuevos robos…
Cuesta mantenerse encauzado, viviendo con el folio en blanco, impoluto, con la prosa vital perfecta. No es posible, de hecho. Y del modo en que uno va respondiendo a esas dificultades, a esos contratiempos –sean de la envergadura o de la gravedad que sean– depende nuestro bienestar por dentro y por fuera.
En la escritura, cuando joven, uno aspiraba a la perfección, que es el verdadero tema de esta columna, seamos claros. Pero no existe el texto perfecto o, si existe, ha perdido para mí interés como objetivo. Me parece, en cambio, que en un texto lo que ha de latir no es la perfección, sino la vida. Con sus errores, con sus equivocaciones, con sus erratas, con su nervio, con sus trazos. Y lo que es aplicable a la escritura siempre lo es a la vida. Uno ya no aspira a una existencia perfecta, sin erratas. Pero sí a un día que sea digno de ser vivido, que contenga sal, picante, sustancia. Un día que, al terminar, le inspire a uno a decir: te repetiría.
Las erratas, qué cruz. Pero qué se le va a hacer. El azar corrige tanto como nosotros y una obra de arte, para Borges, era fruto de algún error en el proceso. He estado a punto de escribir a propósito corrije, con J, a lo Juan Ramón Jiménez. Para ver si la cosa pasaba por errata. ¿Y las erratas adrede? ¿Los errores buscados? ¿Qué pasa con los hermosos errores que hemos ido cometiendo? ¿No posee acaso el amor tal condición, el de una errata que quedó bonita?
Las erratas, como título, parece una parodia de una novela de Delibes. Pero es la propia vida, que a ratos parece un descuido, una cosa que ha salido por su cuenta, una bendita equivocación, una errata.