Ayer guardamos un lujo para hoy: el silencio. En el mundo actual, sobre todo en esos lugares en los que nos apiñan para tenernos controlados y que llaman ciudades, el silencio multiplica su valor y alcanza cotas cercanas a la riqueza.
El silencio es el folio en blanco del oído. El terreno fértil sobre el que germinarán músicas, palabras, versos y canciones de la infancia. Sobre el silencio se escribe la voz de la madre que despierta al niño y la del padre que ríe con él. Sobre la mar en calma del silencio, las argentadas olas del sonido.
El silencio es el que otorga sentido a Mozart, Beethoven y Chopin, ya que opera como el vacío en la jarra. Lo mismo que del vaso lo más importante es la oquedad, pues es la que permite llenarlo, el silencio es el que dota de entidad a cada una de las notas musicales de la sinfonía, separándolas, permitiéndoles sus acentos propios.
El silencio del campo, tan lleno de sutilezas sonoras. El de la noche, que invita a zarpar rumbo a las islas del ensueño, donde aún es posible aspirar a la ternura. Batallones de silencio combatiendo el runrún de los atascos, y al señor que sopla las hojas caídas, y la agresión del reguetón, y los gritos de los políticos.
El poder repite sus alarmas insistentes y bombardea con supuestas novedades –que tienen en común que siempre son mentira y que siempre son la misma– para evitar tu silencio interior, para intentar meterse en tu cabeza y seguir gritándote desde dentro.
También necesitamos ese silencio mental del que tanto pretenden alejarnos. Caminas sin rumbo, dejando a Rocinante elegir el rumbo, y pronto comienzas a escuchar la voz interior parloteando sin ton ni son de esto y de aquello. Cállese ella también. Que preste atención a su silencio.
El silencio denso y palpable de la Maestranza. El silencio radiofónico, esa pausa dramática que insufla valor a lo que se acaba de decir y que constituye una invitación al eco. El silencio, que otorga, según el dicho. Los silencios incómodos, implorando escapatoria. Los silencios amantes, tan llenos de dudas, querellas y esperanzas. El silencio que se desprende del sueño del bebé, que es un silencio en la cuerda floja, siempre a punto de despeñarse hacia el barranco del llanto. El silencio de las tumbas, donde los que se han ido fingen que siguen escuchando a quienes continúan hablándoles pero que llegan tarde ya, pues todo eso se les debió decir en vida.
«El silencio de Dios es duro», dice Delibes. El silencio de las catedrales, esa forma de comunicarse. El del secreto de los números primos. El de las despedidas. El de las bibliotecas, que a mí siempre me pareció cómico y difícil de mantener.
¿Has escrito alguna vez sobre el silencio?, me preguntaba la artista Fuensanta Niñirola el otro día. No lo sé, le respondí. Pero es un gran tema. Un tema omnipresente y sobre el que hay mucho que considerar. Aquí lo tienes, Fuensanta, con tu nombre de virgen cordobesa. El silencio del amanecer, roto por los picoteos de los dedos sobre el teclado, que son a su vez los que despiertan a los pájaros de ahí fuera. Y a los autobuses. Y a los que bajan al bar antes de marcharse al trabajo. Y los adolescentes y los niños que van al cole. A toda esa legión, en fin, que viene armada contra el silencio. El silencio de después del grito de la carne, sobre el que ir reconstruyendo el mundo. El de antes de los móviles. El de la siesta, cálido y sugerente.
Callemos. Oigamos lo que tiene que decirnos el más sabio de los filósofos, el silencio, que nunca rompe a discursar porque ya nos lo ha dicho todo. Sólo hemos de aprender a escucharlo.