El placer

Leyendo, se pueden adquirir conocimiento y perspectiva. Depende de lo que se lea, claro está. Además, encuentra uno compañía, consuelo, consejo, desahogo, complicidad, estrategias, ideas, emociones… Siendo cierto todo esto, hay que reconocer que uno no lee buscando ninguno de esos elementos –tampoco desdeñándolos, que quede claro–. Yo, personalmente, leo por puro placer. Leo porque me proporciona un hondo placer. Nada más. Y nada menos.

Cuando llegaron los ordenadores e internet echó a rodar lentamente pero con la sensación de que volaba, como ocurre con todo movimiento acelerado y positivo, recuerdo que reuní una biblioteca en archivos word que ríete tú de la grandiosa Alejandría. Reuní a cientos de autores por carpetas: Dickens, Tolstói, Dostoievski, Dumas, todo lo que encontraba de Grecia y Roma… Subyacía en aquello cierto afán coleccionista. Me parecía que, una vez que conseguía descargar el archivo y guardarlo en su correspondiente carpeta, ya poseía al autor, junto a sus secretos, sus técnicas, su estilo. Me obcequé por tener todo de todos, con la intención de, posteriormente, leerlo al completo. Allí junté material como para quedarme varias vidas en una isla, a lo Robinsón, sólo dedicado a la lectura.

Dónde habrán quedado esos archivos… Ni idea. En cualquiera de los ordenadores que he tenido, en algún disco duro, en un pendrive incluso… No lo recuerdo. Porque aquella ansiedad bibliófila digital se topó pronto con una circunstancia que la deshizo y que me impidió la lectura titánica que yo me prometía en principio: leer en el ordenador no me producía placer. Me lo restaba. Leía, sí. Pero sin la sensación profunda y completa que proporciona el papel.

De modo que dejé de leer en digital, muy pronto, casi de inmediato, a pesar de seguir contando, aún hoy, con una tableta, útil para emergencias, consultas, trabajo en paralelo… Simplemente, el gozo que me proporciona la experiencia lectora a través del papel a mí no me lo brinda ningún otro modo de lectura. Me encanta pasar la mano por la página, oler el libro, sentir su peso, andar con él de un lado a otro, mirarlo ahí, puesto encima de la mesa, reclamándome. Supongo que esto tiene algo de fetichismo, ni idea.

En la escritura, algo parecido ocurre con el hecho de escribir a mano. Sí que tecleo a ordenador, como antes lo hice a máquina e incluso a máquina electrónica. Pero siempre dejo un tiempo y una labor para el manuscrito. Incluso distingo sensaciones dependiendo de si escribo con bolígrafo –siempre negro, a ser posible– o con lápiz.

Es difícil transmitir hasta dónde llegan los pliegues de ese gusto del lector por su lectura. «El acto íntimo y silencioso de desflorar un libro», dice Delibes en El hereje. Creo que está muy bien dicho, con honestidad y con un acierto pleno. El lector desflora el libro como desvirgándolo, aunque el ejemplar sea de biblioteca y haya pasado por mil manos antes. Porque es su lectura lo que se inaugura. Esa lectura en concreto, que puede ser incluso repetida, relectura, en cuyo caso seguramente traerá reminiscencias del tiempo y las circunstancias que rodearon a las anteriores veces.

«A ver si acabamos con esto del sexo y me puedo poner ya a leer», piensa un personaje que aparece en un cuento del que creo haber hablado aquí alguna vez, ése que se largaba solo y a escondidas a los hoteles para leer sin que nadie lo molestase. Intimidad, silencio, inauguración del mundo… Delibes dio en el clavo. Oficio de lector, titula un jugoso libro suyo Caballero Bonald. ¡Ojalá!

Entiendo que esto que me pasa es común a prácticamente todos los lectores, o a muchos. Y por eso mismo, también creo que a la hora de incentivar la lectura, el único elemento a tener en cuenta –o el primordial– debería ser el de proporcionar felicidad a ese lector que se inicia, que tantea, que rompe a leer. El gen hará el resto. Como con lo otro. Igual.


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