Nobel, palabra aguda y cuestión peliaguda, perdón por el juego de palabras tan temprano. Ayer leí que faltan pocas semanas para conocer a quién le dan este año el Premio Nobel de Literatura. A uno, como lector cercano a la cincuentena, le importa tan poco a quién se lo dan como a quién dejan fuera. Qué más da a quién le entreguen el Nobel de Literatura. No entraré en comentar lo ocurrido en otras modalidades –recordemos que el de la Paz recayó sin rubor en nombres como los de Kissinger, Al Gore, la UE u Obama…–.
Pero a las letras, a las letras, que es de lo que va esto hoy. El Premio Nobel de Literatura. Podríamos alzar una biblioteca de primera línea sólo con los nombres que fueron obviados por la Academia Sueca. Qué selecto es el club en el que habitan Twain, Galdós, Tolstói, Chéjov, Proust, Kafka, Baroja, Pessoa, Delibes, Borges o Cortázar. Se puede recibir el Nobel de Literatura incluso siendo un grandísimo escritor: ahí están Kipling, Tagore, Yeats, Mann, Pirandello, Hesse, Eliot, Faulkner, Hemingway, Juan Ramón Jiménez, Neruda, García Márquez, Cela, Octavio Paz, Vargas Llosa o Saramago.
O sea, que el Nobel de Literatura y la literatura tienen poco o nada que ver. A un lector, que premien a éste o a aquél le da exactamente igual. Para el galardonado puede resultar una alegría económica y publicitaria, de cara a que la Casa del Libro, la FNAC y el Corte Inglés de cada lugar lo coloquen en sus escaparates, junto a Pérez Reverte y Eslava Galán, que tampoco tienen el premio ni falta que les hace.
Se habla de Haruki Murakami como habitual aspirante. Pero a un tío que no quiso pertenecer a las empresas clon japonesas y que sobrevivió escribiendo en su propio bar dentro del metro de Tokio, sirviendo copas a ritmo de jazz y que hizo fortuna y gloria por sus propios medios, ¿le puede preocupar mucho que los suecos consideren si él es digno o no de su atención?
Vivimos en los tiempos del desprestigio de las instituciones. El Nobel de Literatura les interesa a los periodistas que viven de rellenar un espacio continuamente, porque así les resuelve la papeleta durante dos o tres días. O al político de turno, que leerá lo que un asesor le ha garabateado después de picotear la wikipedia y fingirá que pasa el día leyendo a esa poeta de Zambia o al narrador mongol que acaba de resultar elegido. Hace unos cuantos años, se lo dieron a Bob Dylan, y fue un gran premiado, porque alimentó la polémica y dio de qué hablar, que es de lo único de lo que se trata.
Desde el momento en el que ni Galdós ni Baroja recibieron el Premio Nobel, ¿qué credibilidad le puede quedar a una distinción literaria? La Academia Sueca nunca recibió un Galdós ni un Borges, habrá que concluir. A partir de ahí, que premien a quien más les plazca.
Lo interesante para el lector son sus lecturas, quiénes le llenan el alma, quiénes le proporcionan las dudas más incisivas sobre el alma y el mundo, quiénes le brindan compañía, consuelo y complicidad. Al lector, los circos literato-mediáticos le son indiferentes. Y tampoco le importan las doctas opiniones de los especialistas, de los académicos, de los pedantes. Insisto en que este siglo XXI está asistiendo a la caída de la credibilidad de las instituciones, y eso también afecta de lleno a las supuestamente intelectuales. El lector ya no acepta que le digan qué tiene que leer o no. En 2025, la distinción de Umberto Eco entre apocalípticos e integrados ha sido dinamitada por el desprestigio generalizado de lo que viene de arriba. Y además, admitamos: hay más literatura en cualquier modesta biblioteca de barrio que en la Academia Sueca. Y de lo del Nobel de la Paz, ya otro día. O no, porque el tema no merece más.