El miedo se ha extendido. Algunos sienten terror sanitario y temen respirar, acercarse a otros, tocar los pomos de las puertas o entrar en sus casas portando la muerte a cuestas. Hay gente que sueña que está enferma, apestada.
Otros sienten miedo de los propios médicos o de las llamadas autoridades, de la posible multa, de las acciones de los gobiernos, que cada vez disimulan menos a la hora de mostrarse como enemigos de la gente.
El miedo a la pobreza asoma también, ante la nueva ola de miseria. A esta ola no se sabe ni qué número ponerle. ¿Es la primera, la segunda… la enésima? Hace mucho que perdimos la cuenta.
Y existe un miedo más, callado pero muy eficaz, que es el de las miradas de los otros: el miedo a estar fuera del rebaño, a ser distinto, a opinar diferente. Es el que está provocando que gran parte de la población obedezca las disparatadas y muchas veces dañinas órdenes de los que mandan.
El ser humano es un animal gregario. Manejar a un grupo es más fácil que manejar a individuos pensantes.
Conducir a una masa asustada resulta muy sencillo, sobre todo si dispones de todas las armas mediáticas, financieras, militares, monetarias, médicas, ideológicas…
Una vez, recién llegado, el papa Juan Pablo II gritó: «¡No tengáis miedo!». Quién me iba a decir a mí, hace treinta años, que yo acabaría citando a Wojtyla. Y que acabaría dándole la razón…