Se supone que eso que llaman actualidad, y que no es otra cosa que su actualidad, la de ellos, los que pretenden imponernos sus agendas, sus temas de conversación, sus cortinas de humo para que no veamos, debería mostrarse suficientemente estimulante como para proporcionar tema a la columna. Sin embargo, un vistazo somero a lo que se nos oferta a través de varios cauces, principalmente X y las portadas digitales de un par de cabeceras de periódico, me deja igual, inapetente. A diario, el mismo argumento valdría para alzar la columna: el mal gobierna el mundo y lo hace a través de la miseria moral y de la imbecilidad colectivas.
Pero mirad, amigos, aunque por sabido no sea menos importante, también es crucial, me parece, cultivar el jardín. Es decir: ocuparse de todo aquello que es a favor de uno mismo, y no sólo de lo que es contra el sistema. ¿Y de dónde provienen esos manantiales? De nuestras vidas diarias, de nuestras metas, de nuestras labores. Como creo haber dicho en otra ocasión, ando enfrascado en la escritura de una novela que transcurre en Córdoba, mi ciudad natal, durante un tiempo distinto al presente. Eso me mantiene en continua conversación con los personajes, que se me van revelando de un modo constante, y no estrictamente cuando me hallo en el hecho en sí de la escritura, sino en el resto de la jornada: cuando voy en coche de un lado a otro, cuando acudo a la plaza a ver la corrida para luego contarla, cuando bajo al bar, cuando paseo con Yoda, cuando estoy en el supermercado o cuando, ayer, me quedé más de media hora encerrado en el ascensor esperando a que un técnico viniese a rescatarme.
De Salamanca traje dos poemarios de Góngora. Fue el protagonista de la novela quien me sugirió adquirirlos en una de esas librerías de viejo que se esparcen por las márgenes del Tormes. Compré los libros para él, porque los necesitaba él, porque él quería leerlos, anotarlos, crecer con ellos. Y yo, como intermediario entre la existencia literaria del personaje y la escritura, soy a su vez quien va leyendo los romances gongorinos, a la par que Juan –así se llama el personaje– me va susurrando qué versos hay que anotar y que después él usará en tal o cual capítulo.
No está cerrado el reparto. Siguen presentándose de continuo aspirantes. Se postulan como participantes de la novela, ofreciendo su modo de ver el mundo, su corte moral, sus vicios, sus contradicciones, sus hechos, para convencerme de que merecen unas líneas, unos párrafos, incluso un papel importante en el desarrollo de la trama. En ocasiones, se presentan entre sí. Una vieja alcahueta me trae a una mujer de incitantes penumbras. ¿Te vale?, me dice. Os puedo concertar un encuentro a solas. Un párroco, quebrando el secreto de confesión, me presenta a un redomado transgresor de la virtud y me expone la panoplia de sus muchos y graves pecados como aliciente. ¿Te sirve éste? Te puede dar mucho juego, me tienta el cura, con su voz honda y nasal, con ese acento de ninguno y de todos lados que poseen muchos sacerdotes, fruto de sus frecuentes viajes en época de juventud y formación.
Es difícil que me convenzan a la primera. Los cito para unas cuantas jornadas más tarde mientras voy viendo cómo van cayendo los capítulos, uno tras otro, y procuro que se mantenga la armonía de la narración.
Entre sesión y sesión de escritura –suele ser tempranera, al alba, antes de que venga el día, o vespertina, si la cabeza se ha repuesto y han recargado las manos sus ganas de contar–, cumplo con el resto. El trabajo de la tele, los quehaceres diarios, las conversaciones, los paseos, la cotidianeidad. Pero en todos esos trances, como digo, a uno no lo abandona la historia en que está afanado. Uno de los retos a superar es el comprobar cómo está quedando el conjunto en comparación con lo que a priori prometía. Lo hecho no siempre es tan perfecto como lo ideado, pero siempre es lo hecho, lo conseguido, lo materializado, y eso lo considero un mérito por parte de la obra, que dejará insatisfecho al idealista pero fatigado y feliz al que da valor a la acción.
Al final, vino el técnico, me abrió el ascensor y yo salí cargado de nuevas ideas. Pero al pisar la calle, liberado, me dio la sensación de seguir encerrado, aunque de otro modo más íntimo y perverso, y de que esta vez no había botón que pulsar para que acudieran al rescate. Encerrado en un mundo inmóvil… Inquietante, ¿verdad?