Copa de chinchón, tiempo líquido. Conduzco, mientras voy pensando con qué frase empezar este escrito. Vengo por las tierras de la comarca de Las Vegas, en una mañana en la que el otoño ha decicido dar un paso al frente, bendecirnos con su lluvia, desasosegarnos con el viento. Y esas rachas barren los paisajes que se van quedando mojados de soledad, tan sólo atravesada ésta por camiones que llevan, sobre su grupa, quién sabe qué mercaderías de un jueves de octubre.
Chinchón se queda al fondo. Yo me hago a un lado y aparco frente a la verja que custodia la fábrica. Así, antiguamente, el castillo chinchonete debió de asegurar sus inmediaciones. Abajo, en el pueblo, anda la plaza mayor engalanada con las tablas y las arenas que harán de ella un coso taurino, un año más, para su tradicional festival benéfico.
Para eso faltan un par de días. Yo bajo del coche y el aire, que me da una tregua en ese viento matinal, viene vestido de anís. Y ese aire destilado, ese efluvio que emana incesante como un embrujo invisible, ya me hace sacar la libreta de notas y anotar las primeras frases para este reportaje. Están destilando hoy. Está latiendo el corazón del anís.
Frente a mí, la Alcoholera de Chinchón, en marcha desde 1911 pero con secretos que se remontan a mucho más atrás, a principios del siglo XVII, tal y como voy a comprobar de mano de Fernando Montero, que es quien anda al timón de la gerencia de esta nave que transita los tiempos y los mercados. La Alcoholera de Chinchón, ahora un brazo más de las bodegas González Byass, sigue laborando sus secretos con la paciencia que da el saberse heredera de las antiguas fórmulas. Parece el chinchón un susurro de alquimistas. Y esto no es una exageración, tal y como voy a comprobar pronto.
Fernando Montero tiene en su cabeza cada metro cuadrado de la destilería, cada paso de los procesos que aquí tienen lugar, muchos de ellos mediante maquinaria ideada y dispuesta por él mismo. Él, junto a otras once personas, componen la tripulación de un barco que navega inmóvil los mares de esta bebida espirituosa que nutre al mundo de calor y sueños.
Me va contando Montero la historia de la empresa, iniciada por trescientos cosechadores que se unieron para crear un proyecto común. Me recuerdan a los trescientos de Leónidas, como tres centenares de fundadores míticos. Vestigio de aquellos tiempos es el alambique original, el de 1911, que veremos luego. La Sociedad Cooperativa Alcoholera se convirtió en sociedad anónima a mediados de los cuarenta. En 1964 González Byas se hizo cargo de la distribución del producto. Y entonces, con los vientos a favor de unos años de bonanza para esta bebida, el anís de Chinchón traspasó las fronteras españolas hasta alcanzar un espíritu internacional que aún permanece. No en vano, el 30% de la producción se encauza hacia otros países, sobre todo de América, con Méjico a la cabeza. El anís, bebida de moda. Así fue. Y empujados por esos bríos, en 1979 se inauguró esta planta que, cuarenta y cinco años más tarde, sigue retando a las cifras de la producción, aún con mucha capacidad de crecimiento.
Fernando Montero me guía por los pasillos de la fábrica hasta el corazón de la misma, mientras me va dando detalles referentes a la empresa matriz, González Byass, ya en la quinta generación, con Mauricio González-Gordon al frente.
Nube líquida, humo denso, tiempo embotellado. Sigo pensando en cómo definir al anís de Chinchón, pero la cabeza aplaza esa tarea porque llegamos al meollo del asunto. Hoy están destilando, a pleno rendimiento, y esto es lo que envuelve al lugar y sus alrededores en una burbuja etérea y aromática. Destilan unos cien días al año. Aquí se alzan los alambiques, obrando el milagro del grano, el alcohol y el agua de Madrid, ese don de las geografías. El anís viene de la matalahúva, pimpinella anisum, que en mí evoca a las recetas que hacía la abuela mientras el abuelo, en silencio, paladeaba su copa de chinchón.
– Compramos la matalahúva en Moriles, en Córdoba. Treinta mil kilos para la campaña de este año.
Durante doce horas, se han ido hermanando, macerando, el grano, el alcohol y el agua en una mezcla que ahora se calienta, hierve y se evapora. Al anís dulce, se le añadirá azúcar, claro está. El alcohol se lleva consigo el aceite esencial del anís, el anetol, y al pasar por los serpentines se enfriará para regresar al estado líquido. Cinco enormes gigantes quijotescos y de cobre se afanan sin descanso, destilando mil quinientos litros cada uno por jornada, siete mil quinientos al día en conjunto. El cobre, buen conductor del calor, fija en sus paredes los elementos más pesados.
Y pese a que esta maquinaria que entra en juego hoy en día es moderna, actual, el modo en el que se realiza el proceso es el mismo de siglos. Cada veinte destilaciones, se limpia todo con sosa y una destilación de agua.
Me da Fernando a probar el destilado, que viene puro, directamente desde el proceso. Alza la tapa del enorme recipiente en el que los alambiques están desembocando y no es posible resistir el golpe de realidad que te azota. Son manantiales vertiendo el secreto de la tierra pura, y esto es literal, porque todo proviene de la destilación de un vegetal.
Tal y como fue concedido en 1989, el anís de Chinchón constituye una Indicación Geográfica Protegida. Se trata de una de las diecinueve que existen en España. Fernando sí siente aquí, junto a los alambiques, el aroma del anís, que su olfato acostumbrado por las décadas de intimidad no distingue si no es tan cerca del destilado.
– Somos los únicos que destilamos el cien por cien del anís, sin mezclas.
Bebida de siglos, firma aromática, garabato de licor, a ver qué nombre le ponemos a esto. Los litros de anís van pasando de forma automática a las enormes cubas en las que se almacenarán. Son caminos de licor que se gobiernan desde un panel de control que, aún hoy, mantiene la estética original de finales de los setenta. El panel tiene algo de nave interestelar de la ciencia ficción de la época. Imagino al señor Spock y al capitán Kirk tomando este licor. “Por dentro, las tripas han sido renovadas”. Así lo expresa Fernando Montero. Y pienso que también el anís de Chinchón renueva las tripas de quien lo toma. Y recuerdo a Lope de Vega, en su Siglo de Oro, en su casa del barrio de las Huertas de Madrid, que desayunaba torreznos fritos y una copa de anís. Comienzo a entender de dónde le provenía ese vigor, ese ingenio.
La planta cuenta con un laboratorio propio en el que se muestrea el producto. Fernando ha trabajado en ese laboratorio durante muchos años. Como químico que es, conoce bien cada testeo de calidad, porcentaje de alcohol, anetol, turbidez, excelencia, en definitiva, al que se somete su destilado.
– El anís no es como el vino, que con el tiempo va cambiando sus características. Aquí sale el producto directamente para consumirlo.
El tiempo, pienso y anoto, no está delante, sino detrás: es la herencia de un proceso histórico, actualizado pero fiel al origen.
Cómo huele la sala en la que se almacena el grano de la matalahúva, cosechada allá por los meses de junio y julio en Moriles, en la campiña cordobesa. Como soy de allí al lado, no puedo dejar de pensar que cada uno de estos granos trae el calor del verano de mi pueblo, y que de esos soles de infancia proviene parte de la prodigiosa fuerza de esta bebida.
– Este año ha salido muy buen grano, porque ha llovido mucho. Pero nosotros debemos garantizar la constancia en la calidad del producto. Si un año el grano no es tan bueno, empleamos más. No podemos bajar la calidad en absoluto.
La empresa tiene ese carácter que la asemeja a una familia. Aquí hay trabajadores que llevan toda la vida, e incluso antes, si contamos a sus antecesores. Sus padres, sus abuelos ya se desvivieron elaborando el anís durante décadas. Lo sienten como propio. Es su vida. Su vida convertida en una botella de licor que sale al mundo a reconfortar, a calentar, a alegrar otras existencias.
Y ahora, la embotelladora. La cinta que trae las botellas, que las limpia primero aunque vienen nuevas, por si alguna mota de polvo les hubiese entrado. Ocho mil botellas a la hora. Se llenan de anís. Y así, preñadas ya de ilusiones, se etiquetan. Fernando me explica la minuciosidad del etiquetado, pues hay que garantizar la trazabilidad del producto, desde su origen hasta el lugar al que se ha destinado. La etiqueta, la contraetiqueta. Un millón de litros al año.
Se nota que estamos en campaña. La actividad no se detiene y estas doce personas que trabajan en la fábrica a mí me parecen doce apóstoles del anís.
Salimos a ver otras dependencias de la planta. Salón social. Taller. El lugar desde el que se embarcan los camiones que se marcharán a cruzar las carreteras del mundo para alcanzar los paladares de todos.
La planta elabora otros licores, de frutas, ginebras, y han llegado a hacer güisqui, ron… Parece una lámpara del genio de los espirituosos, capaz de materializar cualquier deseo. Más de siete mil metros cuadrados de fábrica, en una parcela que casualmente tiene forma de botella, me dice Fernando. Pero nosotros sabemos que no existen las casualidades, y que el lugar parece destinado a este menester.
Y la palomita, la nube que se forma en la copa cuando cae el chinchón desde la botella. Ante el alambique de 1911, como un ancestro que permanece erguido, como un triunfo frente a los calendarios, probamos los distintos tipos que comercializan. Al lado, en vitrinas, antiguas botellas que parecen tan venerables como trofeos de un club de fútbol.
El anís dulce, el preferido de tantos, que a mí me sabe a Navidad. El anís seco, que es el mío, me habla del principio de la jornada, cuando un toque de chinchón se te sube al paladar, te inunda la boca, baja por la garganta y se aloja en tu pecho, alegrando, impulsando, dotando de razones al corazón. Y el extra seco y el seco especial, como aristocracias del anís, para quienes decidimos afrontar la jornada con un suplemento de valentía.
El anís, el anís de Chinchón, no es una bebida antigua, sino clásica. No es que estuviese de moda, como se me escapó antes. Es que se encuentra más allá de los vaivenes y los caprichos. Lo tomaba mi abuelo como lo tomo yo. Como lo tomará mi nieto. Y eso nos hermana con los que vengan y con los de antes, con nuestros padres, con todos los que nos precedieron, del mismo modo que el alambique de 1911, este tótem de la tribu, se halla hermanado con los modernos recipientes que trabajan para la sed de alegría del siglo XXI. Anís, nudo de generaciones.
Copa de chinchón, tiempo líquido. Creo que me quedaré, después de todo, con la frase inicial. Fernando Montero y sus once compañeros se quedan destilando anís de Chinchón, una de esas diecinueve Indicaciones Geográficas de Bebidas Espirituosas españolas. Y yo regreso a Madrid, ahora con un sol que calienta los campos y deshace momentáneamente el otoño, mientras que en mí late ese sorbo que me acompañará el resto de la jornada, abriéndome caminos que se parecen a la buena suerte. Cuántas fortunas habrá tutelado este anís, esta forma líquida del tiempo, esta firma líquida del tiempo.