Dicen por ahí que la cara es el espejo del alma. Yo no sé si eso es cierto o si, al contrario, el alma va reflejando lo que le pasa a la cara, lo que miran los ojos, faros de la faz. Se llena el alma con lo que miramos, y por la vista nos entra todo, lo bueno y lo malo. Por otro lado, también sabemos, porque nos lo dijo el poeta, que la piel es lo más profundo que tenemos. Así las cosas, empiezo hoy por ahí porque se ha hablado mucho esta semana del aspecto físico de Pedro Sánchez y de los efectos que se le van notando conforme pasa el tiempo y éste se cobra su factura en las carnes del presidente. Carnes ausentes, habría que decir, carnes que se van disolviendo decreto a decreto, decisión tras decisión.
El ínclito Oscar Wilde nos dejó esa obra suya, la de El retrato de Dorian Gray, en la cual el protagonista no envejece porque lo hace su retrato por él. Es al lienzo al que le van llegando las arrugas, los descolgamientos, las distorsiones, y a medida que el protagonista se envilece, la pintura se deforma, reflejando toda la podredumbre moral del personaje, que permanece ajeno a las vejeces y al remordimiento –¿valga la redundancia?–.
Pedro Sánchez no tiene quien lo pinte. Dentro de esa abundante corte de asesores que nos cobra debería haber empezado por escoger un asesor literario –no me estoy postulando, por Dios, que conste– para que le hablase de lo de Dorian Gray. Ese consejero lo habría encaminado, antes de que empezase a tomar decisiones, a contratar a un pintor de cámara que fijase sus rasgos. El cuadro, oculto en una recóndita habitación de La Moncloa, habría ido recibiendo las marcas que dejan escuchar a las multitudes insultándote y la culpa de saber que, por acción o por omisión, España arde, las compuertas se abren ahogando a miles y miles, la economía se deshace aumentando los impuestos hasta lo confiscatorio y esclavista, la convivencia se torna imposible, la inmigración cruzrojiana de diseño dinamita presupuestos y seguridad, el odio y la separación se incrementan y un tan largo etcétera que las cuitas no caben ni en esta columna ni en todas las de la Mezquita de Córdoba –catedralicia ahora, sí, como antes de musulmana, templo católico, y antes arriano, y antes romano, y antes…–.
El cuadro que nunca encargó Sánchez a costa de nuestros impuestos –el único gasto del que nos ha dispensado– habría ido recibiendo los navajazos del tiempo y la carcoma de la contrición y el tormento. Pero, tormento, ¿por qué? ¿Por las decisiones tomadas? Otra vez nos topamos con un plural engañoso y que hemos de apartar para poder ver con claridad. Sánchez no ha tomado más que una decisión desde que inició su carrera política. Una solo. La de obedecer. Todo cuanto ha hecho ha sido en obediencia a quien lo puso ahí. Y el tiempo, que se ceba con él porque no hizo caso a Oscar Wilde y no se agenció un retrato vicario, se ensaña mientras comprobamos que Sánchez ni siquiera es dueño de la segunda decisión: la de dejar de obedecer. No se va porque no le dejan irse. No se lo permiten. Han decidido, quienes deciden por él, quienes todo deciden, apurarlo, agotarlo, consumirlo, dejarlo en la pura piel. Hasta que de él no quede ni el lienzo.
Ya es tarde para llamar a Antonio López o Fernando G. Herrera. Este último, por cierto, cordobés y fino hacedor de alegorías, y protegido de nuestro custodio San Rafael, habría plasmado como nadie el abismo que se vislumbra en el rostro de Sánchez. Hay que leer a Oscar Wilde, presidente, antes de aceptar cargo alguno.