Charletas

Anoche los contertulios iban huyendo hacia la terraza conforme el Madrid recibía un gol y otro y otro y otro. Los de Luis Enrique dejaron de marcar cuando el interior del bar se quedó solo y ya no tuvieron a nadie más a quien echar del partido, con la tele dirigiéndose al vacío y la concurrencia prefiriendo el bochorno de fuera al de dentro. El problema de salir es que había que hablar, y las ganas flojean en mitad de julio, bajo el azote del calor más grande de los últimos doscientos mil trillones de años desde que hay registros.

Y es que, claro, está muy sobados los temas habituales: Trump ya no motiva, Ucrania ni digamos, de comentar las temperaturas parecen haberse cansado y Sánchez ni siquiera consiguió erigirse como asunto importante para los parroquianos en el día en el que escenificó una supervivencia más al borde del abismo. Digo todo esto porque hasta en una tertulia de bar, con gente tan heterodoxa, queda claro que las cuestiones se gastan muy rápido, y que lo que hasta hace una semana parecía un tema de conversación del que no saldríamos jamás –lo de Gaza, lo de Ábalos, lo de la inmigración diseñada por los de arriba– ahora aburre y ha dejado de estimular a los debatientes.

¿Por qué ocurre esto? ¿Por qué las materias se agotan a esta velocidad? En gran medida, porque el polemista de bar no cuenta con demasiada información, apenas la que ha visto por la tele, de modo que sólo vierte en la charla opiniones, sin más, que una vez expuestas pierden su atractivo, pues no aportan novedad. En un par de horas hablando de lo mismo queda retratado todo el mundo, y el debate muere. En este sentido, los sofistas profesionales, los de las mesas televisivas y radiofónicas, son muy parecidos, sólo que estos últimos en vez de opiniones lo que emiten son consignas suministradas por el grupo que los mantiene contratados para que parezca que saben de algo y que además han reflexionado y sacado conclusiones.

Pero hay otro factor que provoca que los asuntos de moda se evaporen con la misma rapidez con la que llegaron: son dictados desde fuera. Quiero decir, que no son sentidos como propios. El precio de la vivienda, sí, para el que vende o compra. Los impuestos, porque padecemos su abuso constante. Los dolores, la enfermedad, la muerte, claro está, como temas inevitables. Pero el resto, todos esos contenidos que copan portadas y sumarios suelen ser creaciones de laboratorio, elaboradas para entretener, para distraer, para que nos fijemos en una de las manos del mago, que con la otra nos va aliviando del peso de la cartera.

Anoche hubo que recurrir a todo el catálogo, pues ni lo de derechas e izquierdas avivaba la charla. Se comentó la sensación de que cada vez se ve a menos gente –¿dónde están los que faltan?–, se habló de ajedrez, de backgammon y de go, de lo de Morante en Pamplona e incluso de huertos y de cría de gallinas, fijaos a qué extremos llegamos. Cómo acuciaría para estas personas la necesidad de huir del resumen de lo del PSG contra el Madrid, que se acabó debatiendo sobre la eliminación del Estado como objetivo. Mucho vacío amenaza tantas noches veraniegas al fresco. ¿De qué hablaban en el siglo XIX? ¿Se veían venir lo de ahora? ¿Soportaban tanta propaganda? ¿Estaban ellos también insensibilizados a causa de ser sometidos a un bombardeo constante de argumentos fugaces? Anda, si me había dejado esa pregunta, la más importante, para la última frase. Qué curioso.


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